Malestar y destinos del malestar. Artes del descontento [volumen II]
208 – malestar y destinos del malestar Artes del descontento El decorado es pobre. Es una pieza desnuda, con una cama de fierro y nada más , o casi nada más. El muro es azul y rojo el cubrecama. La iluminación crea una espe- cie de magia simbólica con aquellos dos mismos colores. Todo es dicho con nada : la miseria y la luz, las cuales realizan el retrato de Simone, mujer luminosa y mujer mísera. En la pieza hay (no se sabe mucho por qué) un hombre barbudo con cara de Cristo que parece un eterno estudiante: encarna, sin duda, las aspiraciones espiritua- les, incluso religiosas y más aún místicas, de la heroína. Simone Weil, nacida en 1909, en la burguesía judía, fue, entre las dos guerras, el modelo mismo de la intelectual comprometida . Ello no sólo es porque, agregada en filosofía y salida de la École Normale Supé- rieur – donde se forman las elites francesas–, comparte las luchas obreras, en tanto sindicalista radical y comunista libertaria – y, en consecuencia, antiestalinista. Ello es también (y sobre todo) porque, en 1934, ella decide ir más lejos, en solidaridad con los condenados de la tierra: entra en la fábrica y deviene obrera, trabajando en la cadena , en la industria pesada, donde la labor es más que dura, en Alsthom y Renault. Luego, ella se compromete en la guerra de España al lado de los republicanos. Pero su frágil salud se deteriora muy rápido. Ella, que visitó Alemania después de la llegada de Hitler para comprender el nazismo, el cual ella misma analiza con lucidez profética, se refugia en los Estados Unidos con su familia para huir de la ocupación alemana. Pero aquel exilio es aún demasiado… privilegiado para sus ideales éticos. Enton- ces, ella se une a De Gaulle en Londres para comprometerse en la Resistencia. No obstante, muere de tuberculosis, con 34 años, en un sanatorio inglés (1943). En sus últimos años, los cuales fueron años sombríos, Simone Weil se interesó en el cristia- nismo, donde reencontró sus propias obsesiones : el gusto por la ascesis, por la mortifi- cación, por el martirio –todo un proceso mortífero de negación del cuerpo. Aún hoy en día, surge la pregunta por si sumuerte fue un suicidiomediante inanición volunta- ria (ella rechazaba alimentarse). Pero pareciera que toda su vida fue un lento suicidio: una autodestrucción de su envoltorio carnal, el cual en la pieza es simbolizado por la extraña vestimenta que aprisiona su cuerpo, una especie de casulla color azul marino que le da el aspecto de una monja. El estudiante crístico abre la ventana de la pieza bajo el claro de luna. Ambos se recuestan juntos sobre el suelo, uno al lado del otro, en un silencio profundo, donde su mano (la de él) toca la suya (la de ella), la cual no se retira. Aquel casto contacto, que el video pone en evidencia, al modo de un coito imposible, es, para Simone, el es- tadio supremo del abrazo y de la sexualidad: el único momento donde ella encuentra su cuerpo que, desde hace tiempo (desde siempre quizás), ella ha olvidado, perdido, destruido. Es un momento de teatro puro, lo cual es todo salvo teatral –suspenso narrativo, paréntesis visual, mayéutica íntima – , como sólo lo producen los demiur- gos de la escena (Lupa, Marthaler o Dodine), más allá del texto, del decorado, de los
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