Malestar y destinos del malestar. Artes del descontento [volumen II]

160 – malestar y destinos del malestar Artes del descontento paradójico) de esta unidad que ningún otro “yo” alcanza. Algo así como el “I am what I am” 17 que, idiotizado, repetía el deán hacia el fin de sus días. Son los preámbulos de una especie de incontenible eclosión de lo corpóreo que, quizá, sea un rasgo mayor del siglo dieciocho y que, probablemente, ha legado a la posteridad algo – una inquietud, un problema, una desazón – no del todo precisable a propósito de lo que llamamos y experimentamos – con inquietud, con desazón, con una pregunta muda – como “cuerpo”. Esa eclosión evidencia en el cuerpo una condición primordial, la cual tiende de suyo a resistir la imposición de todo esquema de inteligibilidad: es su condición material. Nada podría ser más evidente en la obra de Swift, y ello se acusa de muchas mane- ras: la principal de todas tiene posiblemente que ver con una diferencia entre el cuer- po y la forma o, dicho de otra manera, con la diferencia que es el cuerpo respecto a la forma. Desde luego, no es que los cuerpos no tengan forma; decir “cuerpo” es necesa- riamente decir “cuerpo formado”. Pero los cuerpos se notifican por una excedencia de los límites en los cuales permanecerían contenidos, ofreciendo de sí una figura inteli- gible: se notifican por una incontinencia esencial. Se diría que es la ley del deseo, pero habría que entender esto en un sentido primario, ajeno a toda identificación del deseo con un modo de la conciencia. La ley del deseo es, en estos términos, la zozobra del cuerpo, que se desborda permanentemente, que se desea en otros cuerpos, acaso como otros cuerpos, como buscando restablecer una continuidad con todo lo que lo rodea, ilimitadamente. Nada como la peste y la plaga para pensar y figurar este movimiento: nada como la sífilis para presentar su imagen concreta e indeseable. Pero también es la ley del deseo incentivada por otras leyes que se empiezan a articular y que comienzan a regir en oscura complicidad con ella, a lo largo de las transformaciones económicas de la época. Entre tantas cosas, pero de manera sobresaliente, aquellas transformacio- nes provocan aglomeraciones urbanas que los testigos coetáneos no pueden sino ver como una multitud de cuerpos hacinados, los cuales graban en el cuerpo social los estigmas indesmentibles de la enfermedad, la decrepitud y la miseria. Hogarth es un maestro en enseñarlo, no mediante la exposición del derrame, el revoltijo y la mezcla, sino por la insinuación de su constante inminencia. Esa, similar a la de Swift, sería la manera de indicar que los cuerpos son secretos, pero no porque haya en ellos cosas ocultas (siempre se los puede desollar y abrir y ex- poner anatómicamente), sino porque porfiadamente secretan sus humores, sus dese- chos; a cada momento, los cuerpos secretean con su entorno, y todo conocimiento o conciencia de lo que en ese murmullo inaudible ocurre es demasiado tardío y, por eso, inane. 17 Thomas Sheridan, “The Life of Doctor Swift,” en The Works of the Rev. Jonathan Swift, D. D., Dean of St. Patrick’s, Dublin , vol. 1 (1784; London: J. Johnson and others, 1801), 450.

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