Malestar y destinos del malestar. Artes del descontento [volumen II]

136 – malestar y destinos del malestar Artes del descontento con el inicio de un recorrido por lo que se podrían llamar lugares comunes del males- tar. Se trataba de recobrar lamirada sobre unmuro esquina de Avenida La Paz, tan sólo unos metros hacia el norte desde el frontis del Instituto Psiquiátrico “José Horwitz Barak”, donde ahora hay al parecer un estacionamiento. En ese momento, suponía que aquellos muros y ventanas, abandonadas y a medio bloquear, serían parte de lo que, quizás, alguna vez albergó a ese u a otro hospital. Al doblar hacia Raimundo Char- lín, la calle se silenció: los muros de ladrillo se elevaban varios metros (nadie caminó por ese lugar mientras lo recorría) y, desde arriba, se asomaban algunos árboles. Pensé que podía ser el patio trasero del psiquiátrico o de algún claustro de ninguna parte, el cual nunca limitará con la ciudad del mismo modo que aquella ciudad que lograba entrever al otro lado de la pandereta, en el patio trasero de una casa de fachada con- tinua de la calle San Isidro; nunca será la ciudad que existe “empíricamente” del otro lado. Adentrándome por la calle Raimundo Charlín habían cuatro pequeños paños amarillos que, diseminados cada uno a varios metros de distancia, colgaban entre los ladrillos en la base de un arco sellado y entre dos pedazos de madera que clausuran una ventana. Por cierto, imaginé la posibilidad de que alguien los hubiera dejado ahí con una intensión. Además, hay ladrillos que, implacablemente, clausuran puertas y ven- tanas, de las cuales no puedo saber si, alguna vez, fueron puertas y ventanas. Secciones de ladrillo gastado y redondeado de tono rojizo, que dos meses después descubro son casi exactamente iguales al muro trasero de la Clínica Psiquiátrica de la Universidad de Chile, ubicado tan sólo unas cuadras más al norte por calle Montserrat. También hay brochazos de pintura blanca que forman dos cruces, mientras una sección del muro permanece casi intocada, con sólo algunos indicios de escritura callejera, e imagino que, por alguna razón o acuerdo tácito, podía tratarse de un espacio de silencio. Aque- lla opacidad silenciosa del muro me recordó estas palabras de Adorno: “[l]a injusticia que comete todo arte placentero y en especial el de puro entretenimiento, va contra los muertos y el dolor acumulado y sin palabras” 9 . Es imposible calcular, ni siquiera imaginar, de qué clase de dolor se trata. La imagen del dolor no es el dolor. Hace algunos años Paz Errázuriz fotografió una serie de mujeres desnudas 10 . Cuer- pos y rostros corroídos, macilentos, caídos. Rostros no, quizás ya no son o ya no están. Se bañan bajo un hilo de agua, resultando fácil imaginar su frialdad en una cruda es- cena que no es siquiera un baño: es un espacio cerrado de cemento crudo. Algunos cuerpos se asoman tras una reja, la oscuridad a sus espaldas, donde a ratos, frente a ellas, es imposible no recordar las recurrentes y conocidas escenas de un campo de concentración nazi. Este trabajo podría ser una efectiva denuncia de la precariedad y la marginalidad, 9 Theodor Adorno, Teoría estética (1971; Madrid: Taurus, 1992), 60. 10 Cf. Paz Errázuriz, Antesala de un desnudo , 1999. Fotografías. http://www.pazerrazuriz.com/#/antesa- la/

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