Casta y sumisión. Chile a 50 años de la Reforma Agraria
202 – Casta y Sumisión incluso sacralizó los dos ejes que lo organizaban: el etnoclasismo y la obediencia. El fundo fue para los que quisieron entrar y para los que quisieron quedarse y lograron que el patrón aceptara y mantuviera. A la entrada del fundo se firman dos pactos de sub-dicción, dos doctrinas que fundan una sociedad y sus reglas continuas. Por una parte, la adhesión a un conjunto organizado estructuralmen- te en la partición en dos clases-naturales o etnoclases, y, por otro lado, el recono- cimiento y aceptación de una estructura que establece sumisión total de unos a otros y al orden mismo, como una pleonástica “Ley de la obediencia”. La sumisión, el sometimiento voluntario, puede entenderse como una auto- opresión adaptativa de la conciencia en el contexto totalitario del fundo. De la intensidad de ese vínculo forzado en todos los sentidos dimana la energía de la sumisión que se transforma en implosión subjetiva o la conciencia oprimida, el hablar y sentirse menos , la tendencia a internalizar la voz y la mirada del amo. Como se ha mencionado, la relación de desigualdad constituyente arrastra una negación sostenida de la propia subjetividad. Y el dueño reclama cada vez la negación y la humildad como gesto de auto-reconocimiento de aquella inferiori- dad. Son los siglos en que la inferioridad o minoridad se volvió conciencia social, gesto de clase. Es la conciencia humilde que se niega la voz, que la inhibe: con- ciencia oprimida de la que supimos con Freire; o también con la hegemonía en su forma plena, como control directo del habla y manipulación del simbolismo en forma pura: escucharás y hablarás desde abajo ; como efecto de la mano dura . Asimismo, junto a la mano dura y la sumisión, la jerarquía constituye un tercer dispositivo de este ethos de sujeción total, esta vez como lógica de la verti- calidad continua de las relaciones sociales; como si siempre estuviera presente el eje vertical que pone a cada participante en alguno de los escalones o graderías, siempre midiéndose recíprocamente. Medidos según pesan en la vara del poder social, y hasta disponen de ingeniosas y bien calibradas micrométricas de aque- llas diferenciaciones. Lo que sí es claro es que la horizontalidad es prácticamente imposible en medio de un ethos que se basa –como su fundamento religioso tam- bién– en esta noción de la obediencia y del orden como algo que se vive desde abajo hacia arriba y a la inversa. Es la misma base de lo que conocemos como el modo apatronado, que pre- cisamente alude a esta negación del ser social propio y la identificación con el del otro, de la relación de desigualdad. Se hace fuerte en esa debilidad simbólica, pues negado hasta el final, como desde el inicio, puede abrazarse al patrón y su bien a intentos continuos de constitución y sus fallas. Así, por lo demás, hasta la migración a las metrópolis en los años cincuenta y los sesenta, que llegaba, como se sabe, no a la sociedad, sino a la marginalidad de la sociedad, venía del campo al campamento , no a la ciudad.
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