Comunicación, política y sociedad. Estudios y reflexiones contemporáneas
Salvador Percastre-Mendizábal 167 Sólo a partir de 1972 en la conferencia de Estocolmo, se planteó el interés oficial de los gobiernos por el medio ambiente. Desde ese entonces se comenzó a hablar de crecimiento negativo, como una forma de sustituir la noción de crecimiento económico por la de bienestar y felicidad mediante la disminución del nivel de consumo material. El fin del desarrollo es el principio de la vida en el planeta. De hecho, la noción que se propone de desarrollo sostenible, es incompatible con la posibilidad de conservación, porque supone la continuidad del consumo planetario, aunque solo sería viable en la medida en que se propone como desarrollo sin crecimiento económico. El hecho de que el crecimiento económico se sustente en el consumo de los recursos planetarios, pone en cuestión el papel de la economía de crecimiento como principio del desarrollo y del bienestar social. La noción de desarrollo, fundada en la explotación y extracción, que se impone en países periféricos como Colombia, responde a una lógica de categorización económica que traza las fronteras entre países desarrollados y países subdesarrollados, a partir de formas de producción diferenciadas; eso significa que un país no podrá alcanzar niveles de desarrollo, en la medida en que se sostenga en un sistema de generación de capital vulnerable, ante el agotamiento de los inventarios que se tienen para la explotación. Una economía desarrollada, se sustenta en la inagotabilidad de los recursos generadores de riqueza con los recursos tecnológicos necesarios, para mantener una producción auto-sostenible y permanente. La distancia, entre estas formas de desarrollo avanzado y formas de desarrollo “artesanal”, se hace más amplia ante una economía globalizada que ocupa los espacios de los países periféricos para extender las fronteras de la distribución y producción, donde se incluye, por supuesto, la explotación a gran escala y la apropiación de materias primas para el impulso de su desarrollo. Ese modelo económico, que invierte la relación entre economía y política, para hacerse con el funcionamiento de los aparatos estatales a través de la intervención corporativa en las decisiones oficiales, tiene ahora a su alcance la posibilidad real de cambiar las lógicas de la administración pública en los países periféricos, instalando en ellos lo que S. Wolin denomina totalitarismo invertido; un modelo que se sustenta en el poder de las corporaciones y que proclama en todo el mundo la defensa de la democracia y los derechos humanos (Wolin, 2008, p. 84). El reflejo de las distancias, entre un país desarrollado y uno subdesarrollado, se nota en el estancamiento que sufrieron las economías de América Latina, cuyo crecimiento se detuvo luego de la apertura de sus fronteras comerciales y el aumento del capital corporativo en la explotación de diversos sectores de la producción, lo que muestra que el desarrollo económico en la región no era sostenible (Stiglitz, 2002, p. 85).
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