Huella y presencia (tomo III)
DR. ÜTIO DóRR todo lo inefable. Pero más tarde, bajo las estrellas, ¿qué sentido tiene?: ellas son indeciblemente mejores. Tampoco desde la pendiente de la cima trae el caminante al valle un puñado de tierra, para todos inefable, sino una palabra adquirida, pura, la genciana amarilla y azul. Estamos aquí tal vez para decir: casa, puente, manantial, portón, cántaro, árbol frutal, ventana, o a lo más: columna, torre... pero para decir, compréndelo, oh, para decir de una manera tal, como las cosas mismas j amás pensaron ser en su intimidad...". Al otro mundo nos llevamos sólo lo inefable: la pesadumbre y la larga experiencia del amor. Yéstos serán nuestros tesoros para siempre, por toda una eternidad, aun cuando los mundos infinitos, los ángeles y los dioses sean muy superiores a nosotros. Aquí quedarán, en cambio, todas las demás cosas, lo que vimos y olimos, lo que hicimos y omitimos, pero sobre todo las apariencias, esos innumerables sucesos que tanto acapararon nuestra aten- ción. Porque quizás lo único importante en este mundo es que seamos capa- ces de "decir", de dar un nombre a las cosas: casa, puente, manantial, por- tón, cántaro, etc. Porque el surgimiento de toda la vida psíquico-espiritual radica en la posibilidad de dar un nombre a las cosas. "La vida sin palabras del animal se consume en lo fugitivo de las impresiones que cambian a cada momento y es ella misma una onda más en el flujo del acontecer en el que nada es ftjo ni duradero" (Lersch, 7). Lo primero que produce la palabra en el hombre es una detención o fijación de esa corriente de impresiones y éstas comienzan a articularse en complejos significativos frente a la concien- cia. Y esa ftjación se produce a través del nombre. El dar un nombre a las cosas permite primero reconocerlas, y luego recordarlas, transmitirlas, or- denarlas y clasificarlas, lo que a su vez va a hacer posible el orientarse en el mundo y luego el manejarlo. En la medida en que el nombre no depende para su existencia del objeto, como ocurre en la onomatopeya, permite un manejo independiente de las palabras con respecto a los objetos represen- tados por ellas, condición de posibilidad de la abstracción y ésta de la cien- cia y de la técnica (Dorr, 1, p. 18 y 19) . Pero la palabra, más allá de permitir- nos esa enorme libertad frente a los objetos del mundo, de algún modo da el ser, de algún modo hace posible que las cosas existan. Aquí es inevitable recordar los últimos versos de la poesía "Das Wort" («La palabra"), de Stefan George (3) y sobre la cual Heidegger ha escrito un ensayo memorable (4): "So lernt ich traurig den Verzicht: Kein Ding sei wo das Wort gebricht." (Triste aprendí entonces la renuncia: no hay cosa alguna donde falta la palabra). 97
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