Huella y presencia (tomo III)
HUEI.IA Y PIU~~ENCIA 111 Rilke (1875-1926) y en particular sus famosas Elegías del Duino, escritas entre 1912 y 1922 (9), porque sucede que yo mismo he estado haciendo una tra- ducción al castellano de ellas (10) y tengo la impresión de que al menos por el momento no soy capaz de sustraerme al efecto iluminador de sus pala- bras. Procederé primero a resumir el contenido de la Primera Elegía, ya que aquí están anunciados casi todos los temas que el poeta va a ir desarrollando a lo largo del ciclo y el silencio ocupa entre ellos un lugar particularmente destacado. Rn.KE Y EL SILE:-:CIO La Primera Elegía comienza con el encuentro del hombre con el án- gel, ese ser superior que ya ha traspasado el límite entre la vida y la muer- te, que es pura conciencia inteligente y que vive, como afirmará luego el poeta en la Segunda Elegía, "en el torbellino de su (permanente) retor- no a sí mismo". En la metafísica rilkiana los ángeles representan también las fuerzas superiores del espíritu y en último término, el mundo de Jo trascendente. Ante la belleza del ángel, que llega a ser "terrible" y que de algún modo significa que lo divino se torna inalcanzable, el poeta se encuentra desamparado y toma conciencia de su soledad y de que no tiene a quien recurrir. Busca refugio entonces en la naturaleza, en algu- nos hábitos muy arraigados e n él y, sobre todo, en la noche. Desde ese espacio nocturno "que aguarda al corazón de cada cual" se da cuenta de que las estrellas necesitan que él las perciba para que así alguien pueda dar testimonio de su existencia y descubre que su misión podría consistir en salvar los objetos del mundo de su transitoriedad, a través de la pala- bra. Pero demasiadas cosas lo distraen de esta misión, en particular la esperanza del amor. Se propone entonces liberarse, "amando del ama- do" y de resistir esto "como resiste la flecha a la cuerda, / para ser, con- centrada en el salto, más que ella misma", vale decir, abrirse a la trascen- dencia. Es en ese momento, después de esa renuncia, que él empieza a escuchar las voces del más allá. No se atreve a escuchar la voz de Dios, pero sí la de los muertos jóvenes, de aquellos que prematura y limpia- mente hicieron e l tránsito entre el aquende y el allende y que podrían ya conocer el secreto de la existencia, a pesa r de ser su vida en el otro mun- do tan extraña como para llegar a "dejar de lado el propio nombre / como un jugue te destrozado" y "no seguir deseando los (propios) de- seos". Pero ocurre que ellos ya no nos necesitan, mientras que nosotros sí a e llos, porque necesitamos el misterio para existir. Los jóvenes difun- tos representan el mayor de los misterios, puesto que su muerte invierte el curso natural de las cosas, su obra apenas comenzada se interrumpe y el dolor de sus deudos es el mayor de los dolores conocido por los morta- les. Así es como hay que hacer un tremendo esfuerzo para no sentir que 94
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