Huella y presencia (tomo III)
HLIEI.IA Y l'RK'iE;s;CJA 111 belleza de sus numerosos árboles y arbustos cuyo origen era, tanto autócto- no como extranjero. Ello derivaba de la preocupación de antiguos persona- jes que inspirados en la estética y la riqueza de sus componentes se hubieran afanado por importarlos desde diferentes lugares del orbe, incluso del leja- no Oriente, ostentando así sus exóticos dones. Las delicadas manos de anti- guos profesionales les habían colocado con sutil discreción el nombre cien- tífico correspondiente, rubricando así la exquisita cultura de quienes los cultivaron. El terreno poseía además prados verdes y macizos de flores en áreas diversas cuyos coloridos variaban según la época. En medio del prado un espejo de agua lanzaba a través de un surtidor una cortina de agua cuyo murmullo cantarino coqueteaba en 1as largas no- ches de ronda, en nuestros turnos. Aún recuerdo con nostalgia -como en medio de tanto dolor y tristeza circundante- las hermosas horas pasadas en torno a ese espectáculo, en noches de luna, en primavera, acariciado por el sordo murmullo del surtidor y la fragancia de las flores. Era un delicado toque de distinción y humanidad en medio de la desolación y de l dolor. El espejo de agua cuyos sones cantarinos nos rodeaban y endulzaban la vida tan exigida y deprimente paliaban en parte nuestro cansancio y depre- sión. En las noches primaverales o estivales cuando había luna llena, el es- pectáculo era esplendoroso, pues se sumaban el aroma de las flores y el canto del agua de aquella laguna. Por ello, al término de las rondas nocturnas, al filo de la medianoche, era para nosotros fascinante el disfrutar desde un escaño, la belleza del pai- saje, el aroma que nos embriagaba y el son exultante de las aguas al caer. Todo ello nos permitía disipar e l cansancio de la durajornada, llevaba nues- tras almas más allá de la angustia, el tedio y la tristeza que el arduo trabajo nos provocaba y nos permitía seguir ejerciendo en la dura empresa en que nos hallábamos. Nunca dejamos de agradecer a aquellos predecesores de tan perfeccio- nada cultura permitieron hacer ese Edén de l cual tanto disfrutamos en nues- tra inquieta y esforzada juventud. Desde nuestros primeros pasos en el hospital, como buenos es tudian- tes prime ro y por mucho tiempo después, la dotación de enfermeras uni- versitarias era mínima, no más de 3 ó 4 , para todo el hospital en un co- mienzo. El resto de la atención por salas se sustentaba con una monja- e nfermera en cada caso, las cuales a su vez dependían y pertenecían a una Congregación de Monjas-Enfermeras, de origen francés y de anti- gua raigambre en el hospital. Ellas, recuerdo, usaban hábitos de color café que las cubrían enteramente de pies a cabeza, y llevaban una enor- me y característica toca blanca que siempre me maravillaba y evocaba 116
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