Huella y presencia (tomo III)

cial el Coro, totalmente tallado en madera por artífices antiguos de excelsa habilidad y sentimientos, no dejaban de asombrarnos cada vez que, con profundo respeto y admiración trasponíamos la puerta en busca de reposo y reflexión. Rodeando totalmente el parque se destacaban los amplios corredores cuyo techo era sustentando por grandes pilares de madera de gran altura, recordando la antigua estructura colonial de siglos pasados y de hispánica generación. En torno a esos corredores se abrían las puertas que daban acceso a las salas, con capacidad de unas 36 camas dispuestas en dos m\tades que se distribuían unas al lado de las otras teniendo un amplio pasillo central. Si bien era evidente que en un comienzo, la capacidad de cuatro salas en el lado poniente y otras cuatro en el oriente, rodeando el parque, fue sufi- ciente para la demanda, era claro que más tarde la presión asistencial obligó a un crecimiento progresivo hacia la calle Marcoleta, lo que fue generando otras salas de medicina, urología, ginecología, traumatología, dermatolo- gía, otorrinolaringología, oftalmología, etc., muchas de las cuales rompie- ron el ordenamiento inicial hasta crear una verdadera anarquía estructural en el hospital en el período en que lo observábamos. A ello se agregaba, desde antaño, el edificio donde funcionaba la Escue- la de Obstetricia y Puericultura y la Maternidad del Hospital San Francisco de Borja, una de las más extensas de la época. Ella se erguía hacia la Alame- da Bernardo O'Higgins en una larga extensión y se comunicaba interna- mente con el Hospital San Borja. De hecho, históricamente, el edificio que había sido inaugurado el 17 de agosto de 1859, constaba de ocho salas con capacidad para cuatrocientos enfermos. Una sala hizo de Capilla hasta que se construyó la iglesia, una década más tarde, la que fue inaugurada en 1876 por el Presidente Federico Errázuriz y el Arzobispo Rafael Valentín Valdivieso. Cuando mi curso ingresó en 1940, para asistir a las clases de medicina del Profesor Rodolfo Armas Cruz, era esa la primera visión que guardaban nues- tras pupilas, siendo nosotros muchachos de veinte años y teniendo el hospi- tal 82 años de vida en esa situación geográfica, años de vida activa e ininte- rrumpida. En la medida que aquel año transcurrió asistiendo semanalmente a cla- ses, nuestra confianza fue creciendo, lo que nos permitió incursionar a lo largo y a lo ancho de aquel gigantesco complejo difusamente distribuido en tan vasta extensión. Así recorrimos la Maternidad en donde las alumnas de Obstetricia hacían sus turnos y vivían como internas; admiramos los pabellones qui- rúrgicos que aún con la modestia de su alhajamiento de aquella época, nos infundían temor y profundo y mítico respeto; visitamos las salas de esterilización y al fondo, accediendo a la calle Marcoleta, el Instituto de Anatomía Patológica, pabellones que con recelo e inquietud solíamos 108

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