Huella y presencia (tomo III)
DR. ARMAt-oo GoNzÁu:z pan mis Maestros, hombres de excepción, que con generosidad, ingenio, inteligencia, fueron sembrando en nuestras mentes juveniles las semillas que llegaron a configurar nuestra propia manera de ser y de concebir el ejercicio de nuestra extraordinaria profesión y de su enseñanza. No menos decisivo fue para nuestra generación, el contacto con los cole- gas y el personal paramédico de aquel período quienes, no obstante todas las limitaciones existentes, supieron siempre exhibir su entusiasmo, la crea- tividad, el espíritu solidario y genuino para con los pacientes y los que re- cién nos iniciábamos en esas lides. No hay duda que la conjunción producida con tales elementos humanos y los fuertes impulsos que recibía la medicina chilena desde diversos ámbi- tos del orbe, asociados a los grandes avances farmacológicos de inimagina- bles proyecciones, en aquel momento, surgió el sorprendente auge en nuestra medicina cuyos albores y su expansivo desarrollo nos tocó en suerte vivir, disfrutar y sufrir en aquellos hermosos años de nuestra juventud plena de impulsos, fe, esperanzas y amor. RECUERDOS DEL HOSPITAL SAt- FRAt-CJSCO DE 801{,JA. Fue en el curso del año 1940, siendo alumno de la Cátedra de Patología Médica, a cargo del Profesor Rodolfo Armas Cruz, que traspasé por primera vez los umbrales del viejo hospital que comenzó a funcionar en los terrenos ubicados en el extremo más oriental de la Alameda, el año 1857. Constituyó una primera experiencia desconcertante y no exenta de te- mores y vacilaciones, al enfrentar su estructura y disposición contradictoria, envejecida y poco funcional. Al llegar en aquel entonces, por vez primera, hubimos de encarar al portero, funcionario antiguo, muy consciente de su rol, quien después de interrogarnos acuciosamente, nos permitió cruzar la reja. Esta era hermosa, de fierro forjado y con finos diseños, recubierta por gruesos cristales que le daban una apariencia de riqueza y seriedad al con- junto. Al penetrar al hospital, nos recibía un hermoso y bien cuidado parque enriquecido por diversas especies de árboles autóctonos y extranjeros, portados desde lejanos países, aun del lejano Oriente, por diversos médicos que en esta generosa y sutil empresa lo engalanaron a través de los años y le hicieron lucir una excepcional opulencia. Un espejo de agua al centro, con su cantarina y perenne voz, aquietaba el ambiente cargado de temores, an- siedades, angustias y dolor. Algunos bancos dispuestos estratégicamente, permitían en las tardes dis- frutar de ese ambiente de refinada extracción. En el extremo opuesto de aquel parque, lucía la Capilla del hospital que, cautelada celosamente por las monjas de la Congregación, mayoritariamente de origen francés, siempre destacaba por su belleza. Sus vitreaux y en espe- 107
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