Huella y presencia (tomo II)

MARÍA ISABEL SMITH Cátedra. Los pacientes dejaron de infundirme temor, ya no me provocaron rechazo, sino al revés, los senú cada vez más como seres humanos dignos de respeto y de ayuda. Consideré ma ravillosa, a tractiva y desafiante la tarea d esarrollada por el grupo que trabaj aba en e l Sen 1 icio, aunque muy pronto me di cuenta, también , de que la causa de su en trega a ella con tanto fe rvor era la personalidad de quien los guiaba. El Dr. Roa irradiaba entusiasmo; e ra un apasionado de su quehacer como médico y profesor, y tenía e l don de contagiar ese entusiasmo y vigor a los demás, de mostrarnos a cada uno nuestra labor como algo fasci nan te y, también , como algo necesario de realizar a cabalidad , pues de e llo dependía e l éxito del equipo. Bastaba conversar con é l unos momentos para que co n e l agitar tan característico de sus manos, su mirada brillante y aguda, la convic- ción que impr imía a sus palabras, se estuviese seguro de formar parte de un grupo cuya tarea era impréscindible para avanzar en el conocimiento, y se estuviese seguro , además, de lo enriquecedora que e lla resultaba desde el punto d e vista persona l. Bastaba asistir a sus clases para que a partir de lo expresado po r un enfermo cualquie ra -en apariencia insignificante- el profesor Roa nos llevara a mundos j amás pensados, hasta tocar los límites de problemas trascendentes como puede serlo, po r ejemplo, preguntarse en qué consiste la esencia de l hombre, su destino, su dignidad . En sus clases se aprendía psiquia tría y además a conocer y a familia rizarse con la obra de filósofos, historiadores, poetas yescritores a los que se refería constantemente a propósito de algún síntoma de la esquizofrenia o de la depresió n, d ando así una visión tan amplia de l hombre y de la cultura en general que era dificil sustraerse a la fascinación despe rtada por sus conclusiones; al contrario, d aban ganas de salir corriendo a leer todo lo que é l mencionaba. Poco a poco aprendíamos a entender y a gustar de la primacía de l espíritu. Pronto también , me di cuenta de que más allá de un inte rés meramen te teórico, libresco, erudito, al profesor Roa lo movía un verdadero amor y una real preocupación por el hombre sano y enfermo. Ello e ra evidente, por ejemplo, en su trato con los pacientes; emocionaba verlo llegar a las clases clínicas acompañando al enfermo y observar la bondad que irradiaban sus ademanes para indicarle que tomara asiento; daba la impresión de que lo venía cuidando como se cuida algo muy precioso; el modo de sentarse a su lado , de mirarlo -:Y muchas veces- de contemplarlo, traslucía un intenso cariño; parecía encon trarse ante algo sagrado. Nos asombraba su maestría para con seguir que pacientes negativos, taciturnos, y a veces hasta agresivos, le hablaran , respondieran sus pregun tas y, por fin, dej aran que les fuera guiando para que, sin advertirlo casi, mostra- ran los síntomas que caracterizaban su ma l. Creo que e ra su amor y la confianza que inspiraba, lo que le permitía ir sacando a la luz los datos necesarios para llegar al diagnóstico. Tengo guardadas muchas notas que tomé de esas clases clínicas que fueron famosas entre estudiantes y docentes, y a las cuales asistían, habitualmente , muchas personas aj enas al ámbi to de la 151

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