Huella y presencia (tomo II)

HUEI.LJ \ Y PRESENC IA 11 mente ligada a la vida del profesor Armando Roa, pues lo acompañé en todas las actividades que desarrolló: Profesor de Psiquiatría, Director de Departa- mento, Profesor de Etica, Presidente de la Comisión de Etica, Jefe de la División Norte de la Facultad, Director del Centro de Estudios Bioéticos y Humanísticos, escritor e investigador. Si bien el hecho de haber sido su Secretaria desde 1964 hasta 1997, cuando él murió, me permitió ser testigo de la vida de nuestra Facultad, de su historia, y de la de tantos de sus académicos, lo más relevante para mí, sin embargo, fue conocer muy de cerca a alguien como él que, a mi juicio, vivió en plenitud lo que se espera del humanista y del universitario. Me doy cuenta que es difícil hablar de una persona a la que se ha querido entrañablemente, sin el riesgo de caer en la exageración, pero me parece una ocasión privilegiada para dejar un testimonio del reconocimiento que le debo al profesor Roa. Trabajé con él -aunque debiera decir, tuve ~l privilegio de estar a su lado- durante más de 30 años, primero en e l Hospital Psiquiátrico, luego en la Clínica Psiquiátrica y, finalmente, en el Centro de Estudios Bioéti- cos y Humanísticos de la Facultad de Medicina. Cuando lo conocí, yo me había titulado recién de profesora de Inglés y hacía clases, y-si bien es cierto que me interesé en la psiquiatría cuando debí cuidar de un familiar muy cercano que sufría serias depresiones y a quien trataba el Dr. Roa-,jamás habría imagi- nado que mi vida transcurriría por un camino tan distinto al de mi profesión. Así llegué a la psiquiatría, sólo pensando en que esa disciplina me ayudaría en forma práctica a comprender mejor ciertas condu ctas humanas. Difícilmente olvidaré mi primer día de trabajo. La oficina del Dr. Roa se encontraba en el Sector 5 del Hospital Psiquiátrico, o Casa de Orates como se le llamaba entonces, lugar que era visto poi· el común de la gente como una especie de submundo tenebroso e indigno. Golpeé la puerta del Servicio y un auxiliar apenas la entreabrió, mientras detrás de él se agolpaban cerca de 8 pacientes de aspecto casi escalofriante: desgreñados, semidesnudos o con ropas sucias, algunos murmurando entredien tes, los de más allá pidiendo cigarrillos y o tros, simplemente gritando o hablando solos. Para acceder a la oficina del Dr. Roa había que atravesar un enorme hall donde se veían alrededor de 40 enfermos. Todos me observaron como si quisieran agredirme -o al me nos- , así me lo pareció. El auxiliar me acompañó caminando entre ellos hasta un pasillo angosto que conducía a la oficina del Dr. Roa, una sala pequeña, sencilla, donde nada hacía pensar que se trataba de la oficina del Profesor yJefe del Servicio. Cuando me encontré con él, recién me volvió el alma al cuerpo. Muchas veces he pensado que quizás ese podría haber sido mi primero y último día de trabajo. He dado siempre gracias a Dios de que así no ocurriera. Con una visión muy pedagógica e l Dr. Roa me invitó desde el comienzo, como hacía con todos quienes trabajaban con él, a asistir a sus clases y a las reuniones del servicio. Empecé muy luego a tomar contacto con sus ayudan- tes, docentes, becados y alumnos, y a participar activamente en la vida de su 150

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