Huella y presencia [tomo I]

Dr. JAIME PÉREZ OLEA Sus diagnósticos eran de antología y, cosa curiosa, siempre le atrajeron más que el tratamiento. El procedimiento empleado tenía algo de ritual. Después de escrutar el enfermo y asegurarse de la fidelidad de la anam- nesis, lo auscultaba con atención y hurgaba con sus manos diestras lo que a esa altura ya estaba en su mente. Con la experiencia y celo que ponía en la búsqueda, le era fácil acertar. En otras ocasiones, el proceso de elaboración diagnóstica era extraordinariamente breve. Recuerdo una vez en que hizo un diagnóstico complejo a distancia. Era un día de visita médica y yo oficiaba de interno. Marchábamos por el pasillo central y de repente se detuvo junto al lecho de un joven jadeante, de rostro congestionado, con expresión de ansiedad reflejada en el rostro. Ante nuestra sorpresa, solicitó una jeringa estéril y procedió a efectuar una punción en el cuarto espacio intercostal izquierdojunto al esternón. Lajeringa se llenó al primer intento de una secreción amarillenta espesa. ¡Tamponamiento cardíaco! espetó... Luego dio las razones: la edad del enfermo, la intensa cianosis, el abotagamiento facial, la distensión de las venas del cuello, la disnea y el pulso débil y frecuente. Se podrá argüir que el diagnóstico se habría hecho de todos modos. Pero en esa circunstancia, casi al pasar y con seguridad absoluta-que sólo así se podíajustificar la punción precordial- era una hazaña. Evocando años después esa situación, caí en la cuenta que el "ojo clínico", más que intuición, es la súbita percepción del rasgo dis- tintivo común que surgió de experiencias múltiples incorporadas al diario acontecer. La experiencia adquirida en la Asistencia Pública había dejado en el profesor Urrutia una huella indeleble. La medicina de los años 50 descansaba sobre el médico como principal recurso. Tenía más de arte clínico que de ciencia. Pero era este un arte adquirido laboriosamente, cuyos pilares eran la relación médico-paciente, la completa exploración semiológica y el conocimiento técnico-práctico de los grandes cuadros y síndromes médico-quirúrgicos. El aporte del labo- ratorio, de gran importancia en casos específicos, era más bien limitado dentro del conjunto. En ese tiempo mantenía plena validez el principio de que la petición de exámenes tenía que ser debidamente fundamentada. La práctica de la medicina en un populoso sector de Santiago, me demostró que la mayoría de los pacientes consultaba cuando habían ago- tado los recursos caseros o cuando la fiebre, el dolor, la hemorragia o el estado de inconsciencia creaba alarma en la fam ilia. Para muchos de ellos la enfermedad era un maleficio, la expiación de una culpa, una llamada del destino para ponerlos a prueba. La acción profesional rebasaba los aspectos curativos y debía extenderse necesariamente a la enseñanza de normas de higiene y de prevención. La creciente demanda de atención, unida a la escasez de recursos, imponían la necesidad de actuar como médico general, cubriendo toda clase de patologías con la sola excepción de la cirugía mayor. Afortunadamente en ese tiempo era posible derivar los enfermos a las postas de urgencia, maternidades y hospitales de niños 99

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