Huella y presencia [tomo I]

HUELLA Y PRESENCIA El sabio Noé conmovía por la belleza del mensaje y convencía por la lógica de sus argumentos. Una cierta dosificada pasión reflejada en la expresividad del rostro y energía de los ademanes, infundían fuerza a la prédica. Objetivo y crítico como investigador, era natural que tuviera una formación determinista. Ello no le impedía comprender que el problema de los orígenes y los fines, crucial para un biólogo, estaba situado más allá de la razón y de la ciencia. Esta brecha que se interponía en la cadena causal de los hechos y que dejaba sin respuesta el postrer destino de los seres vivos, ocupó su pensamiento hasta la misma noche de su muerte. En la mesa portátil que usaba para leer y escribir, dejó un testimonio impe- recedero sobre aquel enigma. El profesor Basilio Muñoz Pal era nuestro mentor en Anatomía. Si un anfiteatro de Anatomía, lóbrego como aquel, era capaz de despertar un temor reverencial por su inesquivable asociación con imágenes de ultra- tumba, la ficción se reforzaba cuando el profesor ingresaba al recinto. Era un hombre que había transpuesto la madurez, delgado y más bien alto, aunque algo gibado. En su rostro moreno, de palidez cetrina y expresión impasible, brillaban sus ojos oscuros como dos puñales. Debía tener una rigidez de columna, porque cuando se dirigía a la pizarra o quería señalar algún detalle en las láminas que colgaban del fondo, giraba sobre sí mismo como si fuera de una sola pieza. Repetía la lección con voz pausada, plana y monótona, insistiendo en los detalles propios de la materia y casi sin pausas. Todos lo escuchábamos con respetuoso silencio. Una vez finalizada la materia -de lo que sólo nos percatábamos cuando iniciaba el camino de regreso, siempre a pasos lentos e indiferente al medio que lo rodeaba- quedábamos en silencio. No recuerdo haber presenciado al término de la clase una descarga individual o colectiva, ruidosa o a la sordina, una re- acción tan propia de esa edad que aligerara el ánimo conturbado, como era habitual en otras clases. El profesor Eduardo Cruz-Coke se había transformado en una leyen- da. Lo teníamos por un personaje trashumante cuyo genio había brillado en el medio científico europeo, particularmente en París, por la audacia y penetración de sus juicios. La sociedad chilena veía en él, más que al profesor universitario y al creador de una escuela de bioquímica cuyos discípulos eran ya famosos, al político impregnado de un nuevo sentido social llamado a grandes destinos. Los alumnos asistíamos a sus clases con un fervor casi religioso y una actitud expectante sólo comparable a la del que asiste a una representación del teatro clásico español. Era un motivador formidable, un creador de imágenes, un artista del suspenso. Bajo su impetuosa advocación el cono- cimiento científico, envuelto en una especie de halo místico, parecía ad- quirir un poder omnisciente. El hechizo de sus raptos oratorios nos hizo perder más de una vez la médula del mensaje dejándonos, a cambio, la galanura del actor. Solía introducir el tema dándonos a conocer una nueva 96

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