Huella y presencia [tomo I]

Dr.JAIME PÉREZ OLEA Un paso más y se entraba a un mundo de luz perfumado por el aroma que brotaba de sus patios arbolados. A ambos lados, altos corredores asen- tados en pilares por los que trepaban enredaderas espejeadas de blancas florecillas. Las salas de los enfermos, con sus dos largas hileras de camas siempre repletas, comunicaban con el corredor. Entre los patios, dispuestas a lo largo del eje del hospital, se alzaban la botica y la iglesia. Esta última, verdadero monumento histórico, se con- serva semiderruida, en los terrenos que delimitan el hospital J. J.Aguirre y los edificios que albergan los departamentos básicos de la Facultad. Las salas de hombres estaban separadas de las de mujeres por una reja de fierro forjado que se aseguraba en la noche con un enorme candado. La matrícula del primer año de Medicina era de 50 alumnos chilenos y 50 extranjeros, a los que se sumaban un considerable número de reza- gados de los dos últimos cursos. El primer contacto del estudiante con la Escuela era traumático. De nada valía la confianza que nos habían dispensado padres y maestros, la aureola que confería el haber sido un buen alumno de liceos y colegios tradicionalmente exigentes y ni siquiera el haber obtenido un alto puntaje en la prueba de bachillerato. Todo ello se estrellaba contra el pronóstico de los alumnos de cursos superiores, según el cual ocho o nueve de cada diez alumnos fracasaría en su primer intento al rendir el examen de Bio- logía ante el profesor Noé. La aprobación en Anatomía dependía, según las mismas fuentes , más del azar que del estudio, porque era imposible retener en su totalidad una materia que incluía más de veinte mil términos nuevos. Una complicación adicional era la dificultad para conseguir cadá- veres, requisito indispensable para completar el número de preparaciones exigidas por el programa. Este escollo era superable. Bastaba con que nos ganáramos la amistad de los mozos de la cátedra y nos resignáramos a sacrificar una parte de nuestro ya reducido pecunio. Afortunadamente, la solidaridad de grupo que rápidamente se establece entre gente en des- gracia, solía allanar los obstáculos. Guardo un recuerdo indeleble de algunos maestros de los primeros años. La estampa del Dr. Juan Noé parecía haber sido desprendida de la paleta de un pintor renacentista. Noble la figura y apolíneo el rostro enmarcado por una blanca barba nazarena, estremecía al auditorio con su voz potente y bien timbrada, dulcificada apenas por su acento itálico. La biología, tal como él la transmitía, era apasionante. A su lado empali- decían la física , la química y hasta la anatomía que se impartían en el primer año. Sólo escapaban a esta sensación de aridez las lecciones de histología del Dr. Walter Fernández, uno de los colaboradores del Dr. Noé, cuyo acervo filosófico y artístico servía de plataforma de despegue y daba enjundia a su discurrir biológico; ello, junto al buen dominio del idioma, hacían posible el milagro de entregar ciencia entretenida. 95

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