Para que nadie quede atrás: a la memoria de nuestras(os) compañeras(os) y maestras(os)
98 su corpulencia y sus kilos, lució hasta el final su imponente bigote, ya blanco pero siempre geométrico. Algunas de las últimas frases suyas fueron para comentar, con la serenidad y el humor que nun- ca le abandonaron, las características de la bacteria que se lo estaba llevando, con tan desmedido apuro. Fue su forma de despedirse, ahí en aquel vetusto consultorio de Salud al cual uno nunca quisie- ra ingresar. “Es lo que hay –acota Mandujano– pero es la realidad de muchos de los que llenos de ilusiones, abrazamos esta bella, no- ble y mal pagada profesión”. Las cenizas de Enrique Canelo, que recuerdan un interminable anecdotario y que de seguro contienen silentes los sonidos de per- cusión salsera de su propia mano y de cuecas como música de fon- do, reposan en el restaurante La Casa de Cena, tal vez el último escenario de sus escapadas bohemias, que tan bien reflejó con su eterna, avizora mirada periodística. Entre el Pit Bar y la Casa de Cena Extractamos algunos párrafos de aquella personalísima crónica que un día (una noche, quizás) le salió del alma a Canelo para mos- trar la realidad que se vivía al interior de esas paredes que encerra- ban mesas de mantel blanco y un bar de espejos, suerte de santua- rio de los bohemios que resistieron a vaso firme los avatares en los peores años del régimen militar, amparados en el mismísimo toque de queda. Y que eran su casa, como que ahí están sus cenizas. Tan- to así, que en cierta oportunidad Hernán René Cardemil Copelli hizo gala de su espíritu de servicio cuando el Pit Bar cercano cerró una semana por remodelación. René colgó en la reja, ahí en plena Alameda al llegar a Vicuña Mackenna, una nota que informaba: “A quien necesite comunicarse con el señor Enrique Canelo, tenga la bondad de dirigirse a Simpson 20, la Casa de Cena, donde atenderá transitoriamente, por reparaciones”. Otro ejemplo de lo que ocurría en aquella morada, de finas líneas arquitectónicas: otra noche el propio René junto con Octavio “Ne- gro” Cavada le explicaron a un joven subteniente de Carabineros al mando de una patrulla que ingresó una noche al PIT a pedir “los carneses”, que por favor no molestaran a un señor que yacía dobla- do sobre el mesón, bajo el argumento de que pretender sacar un curado de un bar era lo mismo que ingresar a una iglesia y detener a alguien que estuviera rezando. La sentencia dio resultado. Escribió Canelo, en La Nación Domingo: “Este santuario de la bohemia es considerado una suerte de monu- mento nacional que preserva las vivencias y recuerdos de quienes militamos en la juventud del siglo pasado. En los duros años del toque de queda no sólo constituyó el refugio fraterno de quienes se resistían a adecuarse al nuevo orden en materia de horarios, tam- bién incubó un microclima que echó sólidas bases para amistades que superaron las pruebas de la desconfianza y mantuvieron vivo el respeto democrático entre quienes pensaban distinto. Ahí también lloramos todos juntos cuando se leyó una carta de Mario Gómez López (4), quien se aprontaba a retornar al país tras un largo exilio y con su vehemencia famosa indicaba que lo que más echaba de menos de Chile era entrar a un boliche, pedir un lomito con palta y chorrearse hasta el codo”. Y terminó con esta anécdota: “La fábula con que cerramos este breve recuento se remonta cuan- do el terreno que alberga al edificio de Telefónica era un sitio eriazo que ocupaba un circo en la temporada de primavera. Entonces, un joven reportero que estaba de novio, fue objeto por parte de sus compañeros de trabajo, de un almuerzo despedida de soltero en la Casa de Cena. Era una tarde de sábado. Pasadas las horas, un pa- rroquiano que estaba en la barra, pide la cuenta, paga, se despide y se va. Al cabo de un rato la persona regresa incómodo. Recuer- do que estábamos el Negro Cavada, parece que Cardemil y alguna otra persona, y el compungido parroquiano nos mira y nos suplica: «No me vayan a tomar para el chuleteo, no estoy mal, pero no pue- do salir porque en la puerta está echado un camello». Lo acompa- ñamos a la puerta y, en efecto, había un camélido que, ejerciendo su atávica costumbre de rumiar, parecía sumido en profundas re- flexiones… Sucedió que los festejantes del segundo piso, al pasar por el circo “arrendaron” un camello con su chofer, que cayó víc- tima de las muestras de cariño al contar sus anécdotas circenses y ello, unido a las profusas libaciones “se arrebató” y cayó dormido debajo de una mesa. Cuánto se tardó en revivir al domador, da para otra crónica”.
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