Para que nadie quede atrás: a la memoria de nuestras(os) compañeras(os) y maestras(os)
94 Enrique Canelo Córdova TENÍA NOMBRE DE ÁRBOL FUERTE Por Federico Gana Johnson Su bigote era, geométricamente, una perfecta figura de trapecio. La intensidad de la navaja hacía que la figura variara según el pulso de cuando manejase el adminículo. O del eventual corte que (quizás, nunca se supo), le confiara a un peluquero de barrio. Quisiera, al comenzar a escribir estas líneas, conocer a ese peluquero pues hay diálogos que se convierten en tesoros. Y a Canelo le gustaba con- versar. La verdad, hablar, reír, discurrir. Escuchaba poco, debido a la porf ía que lo caracterizaba, esa característica del ser humano (lo que se llama humano), que en él era inclaudicable, pero aceptada por todos. Meritoria, además. A Canelo le habrían dado la Medalla al Mérito, si ella fuese per- mitida para aquella parte de la existencia que no se mide en éxitos comerciales, en buenos pasares económicos ni en “felicidades de la vida”, vaya uno a saber lo que eso significa. En cambio, se la hu- bieran otorgado por todos los motivos que tienen que ver con la amistad, el ejemplarizador ejercicio de la profesión de periodista, el compañerismo laboral, la acuciosidad del detalle informativo que en Economía vale como el oro, su entrega de hecho y de corazón a las mil y una horas de cierre que conoció en los días y las noches, sobre todo las noches, de su vida. Y por el buen humor, claro está. Es que, en aquello de cumplir, Enrique Canelo fue, de verdad, in- claudicable. Cumplió con todo, y también con él mismo. Yo aquí confieso un ejemplo que me fascina, de su libertad de decisión. Es una breve e inofensiva historia en la que Enrique demostró no sólo su personalidad, sino también que a él no le venían con huevadas. Así, tal cual, aunque alguien se enoje. Estábamos en el día final de la APEC 2004, la jornada de cierre en que nacen (y luego se olvidan) los acuerdos trascendentales entre los presidentes y principales representantes del mundo. Corrían trescientos, cuatrocientos, quinientos periodistas buscando las no- ticias fundamentales para Oriente y Occidente. Yo estaba a cargo de la Sala de Prensa bajo aquella inmensa, aplastadora carpa en la Ciudad Empresarial de Santiago y desde dónde, oficialmente, se dictaban los caminos a recorrer por las potencias y sus dignatarios. Todos los sistemas, todos los computadores, todos los teléfonos, Enrique Canelo, con su perfecto bigote de trapecio.
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