Para que nadie quede atrás: a la memoria de nuestras(os) compañeras(os) y maestras(os)

50 Wladimir Aguilera MI AMIGO Y MI JEFE Por Elia Parra Domínguez ¿Me salvóWladimir de algo peor, de la cárcel, o al menos del exilio? Me hago estas preguntas al recordar cuando se me acercó en La Moneda, con aire solemne, un año antes del golpe de Estado. “Te- nemos que conversar”, dijo, muy serio. En aquel tiempo él cubría Moneda para el diario Clarín, además de su jefatura en Comunicaciones del Servicio de Cooperación Técnica (Sercotec). Por mi parte, trabajaba en Comunicaciones del Departamento de Cultura de la Presidencia de la República. Nos veíamos a diario e intercambiábamos copuchas, con el patio de Los Naranjos como escenario. “Copuchas”, les decíamos entonces a lo que pasaba en el país, recién sospechando que esos rumores e in- formaciones eran más grave que eso. Pero a Wladimir Aguilera lo conocí mucho antes, cuando él era di- rigente de la Federación de Estudiantes de la Universidad de Chile (FECH) y yo una simple alumna de Periodismo en esa misma casa de estudios y, como él, alucinaba con la política. YWladimir, en este plano, era ingenioso, inteligente y hábil en el arte de hacer coincidir posiciones que, a primera vista, parecían irreconciliables. Pero también se mostraba firme con sus oponentes, defendiendo las convicciones que en ese tiempo lo habían llevado a militar en la Democracia Cristiana, pero que en las postrimerías del gobierno de Eduardo Frei Montalva lo harían reconocer filas en la naciente Izquierda Cristiana. Creía Wladimir en la política como la única forma de transformar la sociedad, de hacer que los sueños de tantos dejaran de ser solo sueños; creía en las utopías como parte de la épica que en aquellos tiempos –hablamos de fines de los 60 e inicios de los 70– ilumina- ba y fortalecía la lucha estudiantil y juvenil, cuando la mayoría de los dirigentes a nivel nacional se dedicaban en cuerpo y alma a su afán, más allá de intereses personales; cuando dirigir no era solo ejercer el poder sino lograr que ese poder fuera la principal herra- mienta transformadora. Y así lo entendía Wlady, soñando, como tantos otros, en que solo el esfuerzo y las ganas harían de Chile un país más justo, equitativo y feliz. Sí, quería en esos tiempos un país feliz, porque él era positivo y optimista, tanto en la política como en el trabajo. Contagiaba sus

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