Para que nadie quede atrás: a la memoria de nuestras(os) compañeras(os) y maestras(os)

Para que nadie quede atrás 37 Agustín “Paco” Oyarzún UN OFICIAL DE LAMEJOR MADERA VERDE Por Toño Freire A mediados de los 50 –como siempre ha ocurrido– se tenía des- confianza de los compañeros que luciendo trajes militares llegaban a estudiar a la Universidad de Chile. Utilizo el verbo “lucir” por- que el corte perfecto de sus uniformes merecía tal evaluación. Sin arrugas, ajustado al cuerpo, gorra para aumentar estatura, galones estrellados, ancho cinturón por si poseían barriga, zapatos lus- tradísimos, les otorgaban una prestancia que imponía distancia e incluso temor en los más pruriginosos. Fue lo que acaeció al ver entrar a nuestras primeras clases de Perio- dismo a Agustín Oyarzún Lemonier; quien, a su atuendo de oficial de Carabineros, sumaba una corpulencia respetable: entre macizo y gordo. Inquietud que sólo tendió a atenuarse cuando, sentado en la primera fila, giró su cabeza y empezó a esbozar una sonrisa y mirarnos con franqueza. Fue el instante en que se ganó el apodo de Paco y en que quedó depositado para siempre su grado de capitán en el fondo de su maletín negro. Al poco tiempo de conocerlo, confirmé que aquella actitud inicial no había sido fruto de una conducta estudiada, dado el hecho de que era un profesional, guardián del orden, que nos superaba en edad por más de diez años. Su comportamiento, simplemente obe- decía al afán sincero de un hombre cabal dispuesto a convertirse en un amigo y compañero de estudios. Rápidamente confraternizamos. Perfeccionista, durante los re- creos, por iniciativa suya, para enriquecer el vocabulario, nos in- terrogábamos acerca de nuevas palabras y conceptos. Bromeando internalizamos perínclito, chirigota, ápside, mandala, deísmo, y los usamos en nuestros escritos Empezamos a estudiar juntos en su casa de un condominio de Carabineros existente en Arturo Prat con Maule. Por igual, en compañía de Manolo Lisbona y Sergio Gutiérrez, su oficina en la comisaría de San Isidro con Santa Vic- toria se transformó en centro de nuestras tareas. Enseguida del aprendizaje pasábamos al Casino donde, escuchando sus anécdo- tas vividas mientras prestaba servicio en villorrios fronterizos con Bolivia, entre trago y comida, cruzábamos alegremente la media- noche. Quizás en esas veladas nació la fuerte ligazón que motivó que, cuando cursábamos el último año de la carrera, Agustín me promoviera para que en la escuela me eligieran el mejor compañero.

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