Para que nadie quede atrás: a la memoria de nuestras(os) compañeras(os) y maestras(os)

28 rrera que les permitiera cumplir sus anhelos de justicia social. Parte importante de esa Escuela se construyó a mediados de la década del ’50 gracias a la donación de la venezolana María Tere- sa Castillo de Otero, en ese entonces de una familia con impeca- ble tradición periodística en Venezuela. La misma que ayudaría a escapar a jóvenes venezolanos encarcelados por la dictadura de Marcos Pérez Jiménez, becándolos para estudiar periodismo en Chile: Federico fue el único que pudo lograrlo. Moreno, flaco, con sus orejas grandes y la guayabera que lo delataba caribeño, se pa- seaba aun temeroso por los pasillos universitarios. “Yo procedía de un país muy pacato en ese entonces, en donde to- mar la mano a una compañera o amiga era mal visto. Y en Santiago yo veía a las parejas besarse en las calles, a plena luz del día. Era otro mundo para mí”, relataría el mismo en el libro Vendedores de Sol donde confesó además que su pasión original era la medicina, carrera de la que fue expulsado por su militancia comunista cuan- do en 1952 comenzó la dictadura de Pérez Jiménez. Fue ahí, en medio de ese estupor de lo nuevo, de una carrera desa- fiante que no había escogido voluntariamente pero que convirtió en su mejor arma de lucha, que conoció a Olga, una blanquísima y estilizada joven que arribaba en un barco desde la Yugoslavia de postguerra, con sus axilas sin depilar y su compleja lengua srpsko- hrvatski (serbocroata). Olga siempre quiso ser periodista. En las tardes de tertulia cuando nos contaba algunas peripecias de su vida migrante, recordaba su llegada a Chile. Lógicamente no hablaba nada de español, pero lo anecdótico es que ni siquiera en su propio idioma sabía cómo se llamaba aquel oficio al que ella quería dedicar el resto de su vida. “Ese en el que las personas trabajan en las noticias contando la ver- dad de lo que ocurre”, describía tímidamente a los paisanos yugos- lavos ya instalados en Santiago. Solo tenía 18 años y con su hermano Nikola habían sobrevivido a los quehaceres clandestinos de la guerrilla partisana donde su ma- dre, Kita Franulic, se había enfrentado a los nazis durante la Segun- da Guerra Mundial cuando ellos eran apenas unos adolescentes. Kita era prima hermana de Lenka Franulic, reconocida periodista y profesora de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile, descendiente de la primera oleada de Franulic que habían llegado hasta Antofagasta. Lenka era tía de la joven Olga y ya convertida en una de las buenas periodistas del país, recibió a su recién llegada sobrina. “Lenka me atendió en forma algo extraña, porque así era ella. Me dijo: «¿cómo se te ocurre estudiar periodismo si no sabes ni hablar bien el castellano?»”, contó en Vendedores de Sol, reivindicando después a la eximia periodista que posteriormente habría valorado el esfuerzo y el rigor de Olga para aprender una lengua tan distinta a la suya en un tiempo récord e instruirse, además, como una de las mejores alumnas de la Escuela. Junto a Federico, fueron de los primeros periodistas en titularse en la Universidad de Chile y, ya convertidos en un joven matrimonio, viajaron a Venezuela. Es probable que aquella conversación que sostuvo con Lenka y la experiencia temprana de haberse enfrentado a un periodismo puro e implacable en el que las habilidades y el compromiso son más importantes que cualquier vínculo, hayan acrecentado aún más la probidad y el rigor que caracterizaron a Olga. Y aunque en la intimidad familiar siempre contaba con algo de es- toica pena la severidad que le impuso Lenka justamente por ser su Federico Álvarez y Olga Dragnic

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