Para que nadie quede atrás: a la memoria de nuestras(os) compañeras(os) y maestras(os)

264 Guillermo Hidalgo Muñoz EL CABEZÓN HIDALGO (1963-2009) Por Charlie Donoso Astete. Si uno era amigo de Guillermo Hidalgo Muñoz, el Cabezón Hidal- go o el Guille, sabía que no podía pasar a verlo a su departamento los domingo. Nunca estaba. Habitualmente lo pasaba en su casa familiar al fondo de un pasaje pequeño y estrecho de Av. Macul, frente al Pedagógico, junto a los bomberos. Llegaba en la mañana para compartir esa jornada con su familia, para él muy importante. Allí se reunía con su madre y su padre, que falleció unos años antes, sus hermanos y hermanas, y con sus sobrinos, a quienes adoraba. Si uno llegaba a esa casa a la hora de la siesta, invariablemente Gui- llermo estaba recostado de guata en el sillón principal con los coji- nes arrumados alrededor de su cabeza. Esa postura se la vi en varios sillones en diferentes lugares, en el país y en el extranjero. Fuimos compañeros en Periodismo de la Universidad de Chile entre 1984 y 1988. Amigos desde fines de 1985. Cuando él vivía en su casa paterna y yo en la mía, siempre llegábamos a la suya, más central para las salidas nocturnas. A la hora que fuera poníamos en el VHS Alien, Blade Runner, El Padrino, Fuego Camina Conmigo, Berta Ladrona y Amante, Más Corazón que Odio o una porno. Tipo 10 AM, su madre, Myriam Muñoz, tocaba la puerta para anunciar que estaba listo el desayuno. Siempre, aunque hubiéramos llegado a las 6 AM metiendo algo de bulla desde alguna fiesta de la U. o una salida a bares que nos gustaban, como El Liguria. O Las Ale- grías de España (que siempre estaba abierto) y uno muy freak, no sólo por el nombre: el Quick Lunch Alemán, en Av. Apoquindo casi frente a Manquehue. Empleados y trabajadores de otros loca- les, de los malls, colectiveros y taxistas eran los habitúes de aquel local. Abierto hasta tarde, tenía mozos simpáticos y atentos, lo que ya es raro. Una vez pedimos la recomendación del chef: carbonada, que preparaba para él y el personal. Era buenísima. A veces matizá- bamos con un completo, siempre acompañado de vino tinto. Vol- vimos varias veces allí sólo por la deliciosa carbonada reparadora. Como era típico de Guillermo, establecía rápidamente una con- versación, no diré profunda, pero muy dinámica y entretenida, que embelesaba o al menos interesaba sobremanera a su desconocido interlocutor: un garzón, un taxista, un parroquiano, la hermana de alguien. Tenía una fina habilidad para captar el tipo de persona que

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