Para que nadie quede atrás: a la memoria de nuestras(os) compañeras(os) y maestras(os)

Para que nadie quede atrás 25 llamaban en familia) a descansar a la casita que mis padres tenían en las playas de El Tabo. Partimos las dos solas en mi Fiat 600 blan- co. Yo era soltera aún y el “Rucio” (así le decía a su marido), no po- día abandonar su trabajo en Santiago. No acabábamos de llegar, cuando esa tarde del 1 de diciembre de 1962 llega Eduardo muy agitado, acompañado por su hermano Jor- ge, para informarle que “la guagua” había nacido y tenían que ir a buscarla. Raquel y Eduardo no podían tener familia y decidieron adoptar un hijo que encargaron a las monjas de una casa donde llegaban niñas solteras embarazadas a ocultar su tropiezo. Felices, expectantes y nerviosos, partieron los tres a su fascinante misión. Meses después, me ofrecieron ser la madrina de bautizo del niño Juan Eduardo Amenábar Correa. Nunca olvidamos ese día. Yo porque fue mi primer y único ahijado, y ellos porque volcaron su amor sobre ese niño que desgraciadamente nació con un grave problema neurológico. Al poco tiempo y de ahí en adelante, sus padres sufrirían lo indecible con el chico, diagnosti- cado con un “daño cerebral mínimo” que le provocaba convulsiones y alucinaciones, además de un retardo mental que lo mantuvo en la adolescencia hasta adulto. Raquel una vez comentó en una entrevis- ta: “Yo quería tener un niño y Dios me dio un niño para siempre”. Para ambos, era su hijo querido, su felicidad, y cuando Raqui enviudó en 2004, fue su compañía y amor único hasta el final. Objetividad a todo trance Luego vendrían los tumultuosos años 70, donde cada chileno de- bió tomar partido. Raqui eligió el del periodismo objetivo e inde- pendiente que defendió hasta su último suspiro, y yo, el de la trin- chera. Tuvimos largas discusiones sobre el tema: la objetividad en el periodismo, ¿es posible? Ella pensaba que sí. Se distinguió en el género de la entrevista política, especialmente cuando llegó a la televisión y luego para las páginas de El Mercurio , donde pasó las tres últimas décadas. Se preparaba con tal riguro- sidad, que al momento de la entrevista conocía a fondo tanto al personaje como su tema. Comenzaba la sesión con una hermosa y casi tímida sonrisa, pero luego su rostro se ponía serio, severo in- cluso, y disparaba sus preguntas como dardos, apuntando justo al Encuentro de compañeras y compañeros de la Es- cuela de Periodismo. De izquierda a derecha: Abra- ham Santibáñez, Silvia Pinto, Fernando Jaras, Ra- quel Correa, Mireya Pincheira, Agustín Oyarzún, Lidia Baltra, Rosa Ulloa y Juan Rocha. blanco. Era dif ícil eludir su acoso periodístico en estos encuentros que sacaban roncha y siempre producían noticias que se comenta- ban en los medios toda la semana. Se enorgullecía de jamás haber sido desmentida y de que sus jefes nunca le censuraron un texto, aunque más de alguna vez –con la libertad de expresión amagada– debió entregar las preguntas por adelantado. En un país politizado y dividido como el nuestro, nadie sabía de qué lado estaba. Su técnica era la del “abogado del diablo”: cuando entrevistaba a un personaje de derecha, le lanzaba preguntas como si provinieran de la izquierda; y cuando era de izquierda, le dispa- raba como una tradicional derechista. Recibió más de un insulto de uno o de otro lado, pero persistió hasta el final: la verdad que busca un periodista en el campo de la política sólo podía alcanzarse des- de la independencia. Fue su sello profesional. Ni en la intimidad revelaba por quién había votado en las eleccio- nes aduciendo que “el voto es secreto”. En los últimos tiempos dejó entrever que su corazón estaba bien afincado en el centro político. Sólo una vez me confesó indirectamente su secreto. Tras las elec- ciones de segunda vuelta en enero de 2000, donde se enfrentaron Ricardo Lagos y Joaquín Lavín, a una observación mía me repro- chó: “Comadre, ¿usted cree que yo votaría por un payaso…?”

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