Para que nadie quede atrás: a la memoria de nuestras(os) compañeras(os) y maestras(os)

Para que nadie quede atrás 23 Raquel Correa LA INDEPENDENCIA FUE SU SELLO PROFESIONAL Por Lidia Baltra Montaner Tuve la suerte de conocerla bien durante casi seis décadas. Ingresamos juntas a la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile, esa primera semana de abril de 1956. La vi paseán- dose por entre las filas de los “mechones” que dábamos el exa- men de admisión. Pensé que era una profesora, por su figura que irradiaba autoridad, pero días después la encontré sentada en un pupitre al igual que nosotros en el flamante edificio de calle Los Aromos en Ñuñoa. También postulaba al primer curso, sólo que como estudiaba Sicología en el vecino Pedagógico, le pidieron ayudar en ese examen que por primera vez se hacía con test de este tipo. Fue de mis primeras amigas. Impresionaba por su carácter, su locuacidad, su modo de hablar directo y su risa franca. Estaba recién casada y vivía con su marido, Eduardo Amenábar, en un departamento en Avenida Lyon que a mí me pareció muy elegan- te (viniendo yo de la Avenida Matta), lo mismo que su anillo de compromiso de brillantes, tradicional en los matrimonios de la alta sociedad. Provenía de una antigua familia de la aristocracia de la tierra, pero ella misma era sencilla en su cotidianeidad. Los verdaderos aris- tócratas, los de la tierra, al menos en esos tiempos no eran osten- tosos. Tenía 11 hermanos y hermanas y todos juntos veraneaban en el fundo familiar, en Sagrada Familia (Lontué, VII Región). Su padre había sido un terrateniente que sufrió los efectos de la Refor- ma Agraria bajo Eduardo Frei Montalva y Salvador Allende. Padre y madre eran católicos y conservadores. Me contaba que por las noches, cuando se retiraban a dormir, su padre los bendecía uno por uno haciéndoles la señal de la cruz sobre la frente. Su madre la obligó a retirarse de las clases de teatro con Hugo Miller por ser un oficio inadecuado para la familia. Asistimos a la clase magistral de Ramón Cortez Ponce en la Escue- la de Periodismo, quien nos asombró afirmando que los primeros periodistas de la Historia fueron los Doce Apóstoles, al difundir al mundo la Buena Nueva. Nosotros, entonces aprendices de chas- qui, nos conmovimos, más aún viniendo de un radical y masón. También Raquel, entonces escéptica e incrédula, dos materiales in- dispensables para hacer de ella la excelente periodista que fue.

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