Para que nadie quede atrás: a la memoria de nuestras(os) compañeras(os) y maestras(os)
Para que nadie quede atrás 169 (Marcelo Pinto, periodista del diario El Mercurio, egresado de la “gloriosa Universidad de Chile” como él señala, hizo la práctica en la Sección Policía y Tribunales del diario “La Segunda”, entre enero y marzo de 1993. Recuer- da a Víctor Hugo con mucho sentimiento y conserva la imagen del jefe, el maestro y el amigo con quien compartió hasta el año 2005, fecha en que su editor decidió jubilar. El día de su fallecimiento lo homenajeó a través de la siguiente columna que publicó en Facebook y que habla de su profesionalis- mo y calidad humana) Sin que él lo supiera, con respeto y admiración encubierta, mis colegas de Tribunales le decían “el viejo de la mirada gris”. Porque cada tarde, desde uno de los tantos escaños de madera alinea- dos en el pasillo del Palacio de los Tribunales, escrutaba atento lo que sucedía a su alrededor. Con una pierna cruzada sobre la otra, siempre con un Kent encendido en la mano (porque en esos tiempos aún no se proscribía a los fumadores), observaba. Paciente. Taciturno. Con una mueca, un gesto imperceptible, daba instrucciones. De seguir a tal o cual abogado. De esperar a la salida del despacho CHAO, JEFE Por Marcelo Pinto de un ministro. De llamar a tal número. Porque “podía saltar la liebre”, como él solía decir. Porque podía aparecer la noticia: el resorte que lo movió durante una carrera de casi 40 años… Víctor Hugo Albornoz Soto –chileno de nacimiento, amante de su familia- era uno los últimos exponentes de una generación dorada de periodistas. Uno que vivía buscando el golpe. “¡Pam, pam, pam!”, resumía él, dando golpes en el aire con el puño ce- rrado, para tratar de que con mi colega Oscar Pinto –entonces unos modestísimos estudiantes en práctica– entendiéramos lo que era conseguir una información valiosa. Hablaba poco. Solo de vez en cuando, cuando nos invitaba a tomar un trago al cierre del día –“un refrigerio”, decía él, esbo- zando una sonrisa– rompía su mutismo de “antisocial”, como le gustaba definirse. Y contaba historias. De un Santiago que se había ido hacía tiempo. De redacciones donde se trabajaba hasta la madrugada. De los talleres de los diarios que aún olían a tinta. Y de periodistas que, muchas veces con apenas un par de horas de sueño en el cuerpo o, incluso, ninguna, se daban
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