Para que nadie quede atrás: a la memoria de nuestras(os) compañeras(os) y maestras(os)

152 gresamos juntos a la Escuela de Periodismo, hicimos juntos como que estudiábamos, fuimos varias veces a la casita de su familia en Licán Ray, ahí escondida a una cuadra del Lago Calafquén y donde su madre, acostumbrada a la gran estatura y robustez de su hijo, nos servía almuerzos suculentos. Éramos amigos. ¡Qué frase más repetida aquella de que la vida tiene tantas vueltas! Y, sin embargo, me veo obligado a considerarla pues, con el correr de los años, de la vida adulta, de la diáspora que vivimos en los setenta, de los amores y los desamores, Alejandro llegó a ser algo así como un segundo padre para mis dos hijos mayores, pues se emparejó con la madre de ellos, quien había sido mi esposa. Y doy fe de que estos hijos lo quisieron mucho, lo tenían cerca y, princi- palmente, les traspasó el cariño por la naturaleza, por los bosques sureños, por las claras aguas de los lagos que amenazan con oscu- recerse. Mis hijos estuvieron veinticinco años junto a Alejandro. Y les duele profundamente su repentina y estúpida forma de partir. Una mañana del invierno del 2015, Alejandro salió de la casa de su mujer ubicada en el camino entre Villarrica y Licán Ray, para asis- tir a una reunión relacionada con la defensa del medio ambiente al que dedicó gran parte de su vida. La cita era en la Municipalidad de Villarrica. Tras la tercera o cuarta curva, se vio enfrentado a un vehículo cuyo chofer enloquecido y ebrio conducía a 180 kilóme- tros por hora. Ambos fallecieron casi ins- tantáneamente. Y vale la pena agregar que, como a Alejandro siempre le ocurrieron co- sas curiosas, el vehículo con el que se enfren- tó había sido recién adquirido por su dueño la semana anterior, como regalo de su padre tras haberse ganado la Lotería. El silencio de la incomprensión de las cosas no para de es- cucharse en el corazón de muchos. Las mil caras de un gigante Alejandro fue de aquellas personas que tie- nen un destino fijo y lo saben desde niños. Ya en el Instituto Nacional siempre importunó a los profesores de diferentes materias con preguntas fuera de lo común, pero que le interesaban fehacientemente. Siempre, también, levantaba el dedo y tomaba la palabra con la calma de su estatura de gigante (fue grande desde chico) y dándose todo el tiempo del mundo, a pesar de su indisimulable y abierta tartamudez que nunca le preocupó en lo más mínimo. En nuestra Escuela de Periodismo se hizo fácilmente famoso, precisamente por su actitud abierta y segura. Si se pudiera hacer un balance de las veces que discutimos con los profesores, Ale- jandro estaría entre los mejores alegadores, a pesar de su perma- nente hablar entrecortado. Siempre fue uno de los más porfiados (todos éramos bastante porfiados, a decir verdad) y tan, pero tan llevado de sus ideas que al final de las discusiones ganaba no por cansancio sino por la intensidad lógica de sus puntos de vista, expresados a tropezones. Pero más popular y dif ícil de olvidar hasta el día de hoy fue el ins- tante en que Alejandro se convirtió en el primero de todos noso- Periodista, ambientalista y pescador.

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