Para que nadie quede atrás: a la memoria de nuestras(os) compañeras(os) y maestras(os)

Para que nadie quede atrás 143 Antonio Quintana, de quien Ulloa fue su alumno y ayudante, lo incorporó en 1962, como su asistente a la cátedra de Periodismo Fotográfico que él dictaba. Para ello, Domingo Ulloa debió ganar un concurso público. En 1966, cuando el maestro Quintana comenzó a sentir los rigo- res de una enfermedad que lo llevaría a la muerte en 1972, Ulloa heredó su cátedra, la que desempeñó continuamente hasta 1983, cuando renunció voluntariamente. Casi desde los inicios de la Escuela de Periodismo, Antonio Quin- tana se encargó de instalar, en el sótano de la escuela, un laborato- rio muy profesional. Se encontraba junto a una imprenta que casi no usábamos los alumnos. Me imagino que allí se imprimían ma- teriales de la propia escuela y del Instituto Pedagógico, en cuyos terrenos se levantaba el edificio de Periodismo, una construcción vidriada, moderna, que el escritor y filántropo venezolano Miguel Otero Silva (propietario del diario El Nacional) donó a la Universi- dad de Chile para construir allí la primera Escuela de Periodismo del país y, con certeza, una de las primeras de América del Sur. Secundaban a don Domingo, a quien cariñosamente llamábamos “Don Chuma” o el “Ciego Ulloa”, los ayudantes Juan Guillermo Me- llado y Samuel Urzúa (alumnos aventajados de cursos superiores) y Gustavo Pueller, reportero gráfico que culminó su vida profesio- nal como editor fotográfico del diario La Época, tras un largo des- empeño en El Siglo hasta el golpe de 1973. Sería injusto olvidar a Panchito, empleado de la universidad, en- cargado del aseo y orden del laboratorio, a quien a veces sacába- mos “canas verdes”. Las clases se iniciaban puntualmente a las 8:30 horas. Se realizaban alternadamente en la sala, en los extensos jardines del Pedagógico y en los laboratorios del sótano. Ulloa fue siempre muy estricto. No aceptaba atrasados que inte- rrumpieran su clase, de modo que la puerta se cerraba minutos después de las ocho y media y no había forma de ingresar sino hasta el cambio de hora. Había una sola excepción, la de Pablo Aguilera, quien en ese entonces leía un noticiero radial y tenía autorización para llegar a las 8:45. No sé cómo lo hacía. Ya en terreno, el ambiente se distendía. Se hacían los ejercicios dic- tados en clase y se escogían como modelos a las chicas más her- mosas del curso o a “voluntarias” entre las alumnas de las variadas carreras que se impartían en el Pedagógico. Las prácticas eran su- pervisadas por los ayudantes Mellado y Urzúa, bajo la atenta mira- da del maestro Ulloa. El laboratorio era la tumba de muchos. Esta clase la daba el propio Ulloa y consistía, en una primera etapa, en revelar los rollos tomados en terreno. Se preparaban los reactivos y químicos y luego, solo con una especial luz de seguridad verde (no se veían las manos), se saca- ban la película del chasís y se introducían a mano en el revelador. Más de alguno metió al revelador el chasís completo, sin haber sa- cado la película. ¡Pérdida total! Esa luz verde servía para “inspeccionar” el progreso del revelado y tal técnica, que profesionalmente agradecí, más tarde permi- tía observar y retirar a tiempo la película cuando las imágenes comenzaban a oscurecerse peligrosamente. Digamos, se podía “salvar” un rollo en beneficio de las imágenes irrepetibles, como Presentación de su libro, noviembre 2014, junto a la ministra de Cultura, Claudia Barattini, y Faride Zerán, vicerrectora de Extensión y Comunicaciones de la Universidad de Chile.

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