Para que nadie quede atrás: a la memoria de nuestras(os) compañeras(os) y maestras(os)
Para que nadie quede atrás 137 bién nos oía, nos invitaba a reflexionar, a entender la realidad con mirada crítica. No solo nos presentó la parte académica del oficio, sino que fue más allá y nos ofreció una vertiente más pícara del desempeño profesional. “Aprendan a leer documentos al revés, así van a poder saber qué cosas tienen los entrevistados sobre la mesa”. Es raro, pero ese consejo me quedó grabado a fuego, y me sirvió un par de veces. O hacer las preguntas teniendo una noción clara de qué iba a responder nuestro interlocutor para nunca dejarnos sor- prender. Estar siempre más informado que el otro, elemento vital y dato clave en esta profesión. Historias sabrosas Tenía historias sabrosas, como cuando contó que un entrevistado la persiguió alrededor de un escritorio, desesperado por hacerle ver su malestar por una nota. O que Augusto Pinochet era muy amable con las periodistas bonitas, y no precisamente por su poco probable bonhomía. A una el dictador le habría regalado un co- llar que luego una señora de alta sociedad reconoció como propio, donado en esos años en que los ricos entregaban sus joyas para reconstruir la patria. No sé si estas historias son reales, pero hacían de la clase una delicia imperdible. “Tengan archivos”, nos decía. De seguro eso impulsó aún más mi natural compulsión por la compra de revistas antiguas. El año 2002, tras el término de una clase de Periodismo Político –a la que solíamos acudir seis o siete alumnos– nos pidió a dos que nos que- dáramos un rato más. Nos quería invitar a su casa, a tomar té, a conversar de política. Una oportunidad única que con Iván Car- vajal no nos quisimos perder. Ese día conocimos a su perra, que estaba echada sobre un sillón que, claramente, era de su propiedad (en el que no podíamos sentarnos), y vivimos una experiencia que, por suerte, no era desusada en esa escuela: la de departir con los maestros, la de escuchar y aprender de quienes sabían más. Cuando ya empezaba a oscurecer nos despedimos. Antes de salir de su casa en La Reina, Irene nos entregó unas carpetas. Eran pe- riódicos de septiembre del 73 y también de los primeros años de la dictadura, recortes de prensa, documentos sobre Pinochet y sus tropelías, material precioso. “Ustedes sabrán usarlo”, nos dijo. Hala- gados por tamaña demostración de confianza y afecto, volvimos a nuestras casas conmocionados. Nos repartimos las carpetas según los intereses de cada cual, respetando la ecuanimidad: fue exacta- mente la mitad para Iván y la mitad para mí. Ambos conservamos esos documentos hasta el día de hoy. A fines de 2002, la última clase de Periodismo Político fue también la última vez que vi a la profe Geis. Seguramente se fue en su pe- queño Seat color verde por las calles de un Chile que ya no existe. Siempre tuve en mente contactar con ella, pero la vida tiene cami- nos tan raros y pasa tan rápido que uno no se da cuenta hasta que ya es demasiado tarde y no hay oportunidad de recuperar los años perdidos. Cuando me enteré de su deceso me abatió un dolor pro- fundo, una llaga en el corazón mismo de mis primeros años como estudiante y como profesional. En la Escuela de Periodismo de la Chile de esos años, la precariedad se combatía con ingenio, un don del que la profe hizo gala con ge- nerosidad. Estoy convencido de que quienes aprendimos con ella, y la quisimos por todo lo que nos entregó, nunca nos va a mortificar (demasiado) no haber respondido cabalmente a sus expectativas. Irene, alcanzar las cotas brillantes a las que Usted sí llegó era muy dif ícil. Usted estaba, sencillamente, a otro nivel.
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