Para que nadie quede atrás: a la memoria de nuestras(os) compañeras(os) y maestras(os)

Para que nadie quede atrás 123 bores de la dictadura ya estaba casada con un compañero con el cual formábamos una amistad inseparable. Eran años siniestros para emprender hazañas como aquella. El país entero parecía ha- berse vuelto en contra de jóvenes idealistas porque comenzó a ex- tenderse como una maldición algo llamado “apagón cultural” que nos dejó a oscuras. Vivieron juntos con cierta dificultad en esos primeros años –recuerdo un departamentito cercano a Mapocho– y de pronto todo pareció arreglarse económicamente cuando en- contraron trabajo en una importante agencia informativa. Su marido llegó a ser director de dicha agencia y entonces, en cier- to aniversario, en medio de una gran fiesta, sucedió lo imprevisi- ble: Verónica miró para el lado y descubrió a quien parecía ser el hombre de su vida. Creo que me lo escribió en alguna carta que no buscaré, porque yo por entonces había comenzado a vagar por Buenos Aires, arrancando de los malos aires que se respiraban en Chile. Verónica habría bailado toda la noche con ese hombre que parecía seducirla, niña todavía, niña torpe, haciendo peligrar todo a su alrededor. Bailó y bailó hasta que la fiesta se consumió por completo y después de eso la frágil vida que había creado se vino guarda abajo. No eran tiempos para bailar, menos con un marido que la amaba a su lado, y aguardaba por ella, pero, ya sabemos, era un espíritu libre, las cartas estaban echadas y el castillo de naipes se derrumbó estrepitosamente. Como dos amantes malditos salieron a recorrer tierra. La veo a ella como una suerte de Manon Lescaut acompañada por su propio Des Grieux, sin música de Puccini ni desierto de Louisiana, abatida por el peso de la condena social. Pasaron por Buenos Aires en don- de nos encontramos, y en algún momento de la aventura, al cabo de los meses, Verónica tuvo a su primera hija. Era un amor desata- do y sin trabas, pura pasión, nada de raciocinio, en tiempos en que el odio se había instaurado en nuestra patria, ella parecía encarnar una suerte de heroína trágica, una heroína de melodrama al parir a su segundo hijo cuando finalmente había logrado encontrar un trabajo estable en una tradicional revista santiaguina. Su marido, que siguió siendo un buen amigo mío por mucho tiem- po, ha dicho por años que tal vez iban a intentar renovar su amor. Entonces, cuando aún estaba en sus veinte años, se cierra todo sin un final claro para Verónica –nunca sabremos adónde fue, mucho menos esas dos criaturas que quedaron esperándola–, porque su segundo pequeño hijo recién nacido aguardó en vano por la leche materna y ella no llegó, y su automóvil quedó despedazado en la esquina de Eliodoro Yáñez con Los Leones por un anciano irres- ponsable. Fue de las primeras en irse en una época de desaparecidos y muer- tos sin sepultura. Así como llegó a nuestras vidas llena de optimis- mo, nos dejó amargados y expectantes ante el camino que debería- mos seguir adelante, sin su presencia, sin su alegría, sin su coraje, sin su promesa de llegar a ser una gran periodista. Sus hijos cre- cieron como una especie de hermanos de su propia madre, al ser adoptados por sus abuelos, lo que habla de amor y redención, pero al mismo tiempo, en una lectura más sombría, de traición latente. No hay mucho más que decir de una muchacha que ha muerto en el umbral de la vida. Apenas recordar los versos de Gabriela Mis- tral en su “Canción de las muchachas muertas”: “¿A dónde fueron y se hallan Encuclilladas por reír O agazapadas esperando Voz de un amante que seguir?” Ella fue el rostro del amor, agazapada o no, lo vivió a concho. Ella es el mejor rostro sonriente de esa década olvidada en el tiempo. En Talca, Héctor Velis Meza, Angela Suárez, Verónica Vergara, jorge Marchant Lazcano. Alrededor de 1972.

RkJQdWJsaXNoZXIy Mzc3MTg=