Para que nadie quede atrás: a la memoria de nuestras(os) compañeras(os) y maestras(os)

110 nión de algún maestro, ni menos ponía “caritas” para conseguir una mejor nota. Nosotros, sus compañeros de periodismo, siem- pre la molestábamos diciéndole que era “la regalona de don Mario Planet y de don Carlos Andrade”, a lo que ella respondía: “para mí mis regalones son don Alfredo y Panchito” , el mayordomo, y el au- xiliar del laboratorio fotográfico y de cine, situado en el subterrá- neo.. .Panchito, Panchito, cuantos secretos se habrá guardado... de alumnos que furtivamente buscaban los cuartos oscuros para un fugaz encuentro amoroso... La Mao comenzó a trabajar en el Canal 13 de TV cuando estaba en tercer año de periodismo. Trabajo y estudios a los que puso fin el gol- pe de Estado. En el canal la despidieron sin darle argumentos claros y nuestra querida Escuela fue clausurada pormás de un año académico. Nuestra generación, sin duda, fue castrada profesionalmen- te a partir de esa fecha, muchos alumnos se fueron de Chile, otros cambiaron de actividad y muchos no pudieron concluir sus estudios por prohibición de la dictadura: no había matrícu- las para ellos. Encuentros clandestinos Con muchos compañeros que se quedaron en Chile, nos reunía- mos periódicamente en la clandestinidad. A veces en la Plaza de Armas, en el Mercado Central, en las liebres Pedro Valdivia/ Blan- quedado, verdes, cuadradas y feas llamadas “las Marujas”...porque se sospechaba que la dueña era la Maruja Ruiz Tagle, esposa del ex presidente Eduardo Frei Montalva. Nos poníamos de acuerdo en la hora y, a medida que la liebre avanzaba por las calles Alameda, Providencia y doblaba por Pedro de Valdivia, nos íbamos subiendo hasta llegar casi al terminal, bien lejos, en realidad, tal vez bien al sur de la comuna de Ñuñoa. Obvio, siempre uno de nosotros tenía que ir medio agachado semicolgado de la puerta, que era el “pase” para subir y encontrarnos en el interior. Nos hacíamos los desconocidos hasta casi el final del recorri- do, nos bajábamos, estábamos horas conversando para después iniciar el viaje de regreso. Con la puesta en marcha del Metro, nuestros encuentros se modernizaron: los hacíamos en dife- rentes estaciones. Guillermo Castillo Sánchez, amigo y compañero de curso recuer- da aún con cierta angustia, uno de los tantos “episodios” que vivió con la Mao tras el golpe militar: “Nos juntamos a los pies del cerro San Cristóbal, y subimos a un trencito (que de hecho era un tractor) que hacía el recorrido por el zoológico y la Virgen. La cita fue allí, ya que íbamos a conversar de cómo podíamos ayudar a unos amigos que tenían que salir de Chile y esperaban nuestra solidaridad. No me imaginaba su incondicio- nal ayuda y la valentía que demostró en todo momento. Reconozco que me equivoqué con la Mao. Hasta ese instante, la consideraba una buena amiga, pero nunca tan comprometida y valiente. Su cara y su f ísico delgado, siempre elegante, decía otra cosa. Lo que iba a ser un encuentro clandestino, resultó ser todo lo contra- rio, ya que éramos los únicos en la piscina Tupahue que estábamos vestidos, tomando sol. Éramos el centro de atención y de bromas de los niños que jugaban en el agua. Rápidamente salimos del lugar y nos instalamos cerca de la Virgen, como si fuéramos pololos. En esos días, hasta la sombra podía ser sospechosa, había «sapos» civiles y militares por todas partes. Entre el sol veraniego y unos helados de vainilla, bastante desabri- dos, acordamos la hora del encuentro en el barrio Providencia y, de cómo lo haríamos, para ingresar clandestinamente en la Embajada de Italia, a dos compañeros estudiantes que necesitaban con urgen- cia salir de Chile. Con laMao estábamos muy asustados, con ganas de salir corriendo, al borde del arrepentimiento. Ya se acercaba la hora del toque de queda y juntando todo el coraje posible, con nuestros amigos hechos un ovillo dentro del viejo Fiat 600, estacionamos en calle Miguel Claro y con la fuerza que da el terror, de un par de brincos, como si fueran competidores en una Olimpiada, saltaron el alto muro que protege la embajada italiana de la calle. Los aplausos con que fueron recibidos los amigos en el interior del recinto diplomático, nos indicaron que nuestra misión había sido cumplida. Unos meses después supimos que uno de ellos estaba en Panamá y el otro en México.

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