Para que nadie quede atrás: a la memoria de nuestras(os) compañeras(os) y maestras(os)

Para que nadie quede atrás 101 Razones sobran: compartimos por casi quince años este meritorio y exitoso emprendimiento profesional en el campo de las comu- nicaciones, el que se prolonga hasta el día de hoy. Y que en su his- toria de más de 22 años, también tiene en sus registros otros dos nombres de la generación del 66: Víctor Pérez y Carlos Rojas, éste último como corresponsal en Estados Unidos. Los Primeros Pasos La vida nos cruzó en variadas y diferentes ocasiones. Como si el destino nos hubiera marcado. Teníamos muchas convergencias; tantas, que el segundo apellido de mi padre también era Villalobos, aunque por mera coincidencia. De eso nos reímos muchas veces. Nos afectaron, por cierto, fuertes divergencias. Pero lo esencial, el amor por el periodismo y las ganas de aprovechar las oportuni- dades que ofrece la profesión, nos mantuvieron unidos por largos años como socios y amigos. Cuando Alejandro llegó a comienzos de 1966 a la Escuela de Perio- dismo de la Universidad de Chile para integrar aquel que sin duda fue el mayor curso de estudiantes de periodismo que pasó por el inolvidable edificio de calle Los Aromos, no tuvo ningún complejo para confesar a quienes quisieran escucharlo que estaba allí casi por casualidad. Nacido en julio de 1942, ya tenía 23 años y comen- taba que era bueno para los números y que no tenía problemas para redactar y escribir de manera entretenida cualquier texto que le solicitaran. También, que le gustaba la lectura y que devoraba con avidez todos los libros y revistas que caían en sus manos. Pero también tenía un sueño, uno más de los tan- tos que surgían a raudales de su generosa imagina- ción: ejercer la medicina. Quería ser médico. No le faltaron aptitudes académicas para intentarlo. Sin embargo, pese a su buen puntaje, se llevó una tre- menda decepción a la hora de cumplir con el rigu- roso examen sicológico para ingresar a la Escuela de Medicina. Por algún motivo que nunca quiso asumir ni comentar en profundidad, le detecta- ron un problema que le impedía cumplir con los requerimientos exigidos para desarrollar la profe- sión a la que aspiraba. Recuerdo haberlo visto en las salas, los pasillos y casi siempre en el casino de la Escuela acompañado del que fuera su gran amigo Jor- ge Uribe, con el que formaban una dupla bien compenetrada. Era frecuente encontrarlos charlando, riendo y gastando bromas a los mechones con menos años y más inexpertos que ellos. Se notaba que tenían más rodaje de vida. Tiempo después Alejandro me contaría que se conocieron en la Casa de Menores, institución a la que se habían integrado al poco tiempo de concluir sus estudios de humanidades. Había sido buen alumno en el Instituto Nacional, y pese a su expulsión por perma- nentes ausencias, no tuvo problemas para incorporarse al Barros Borgoño. Su tarea allí era algo parecida a la que desempeñaban los tradicionales inspectores en los liceos y colegios de educación pú- blica. “Teníamos que lidiar con muchachones bravos y desadapta- dos que llegaban allí por su mal comportamiento social. La pega no era fácil, pero el sueldo nos permitía cubrir nuestras necesida- des”, recordaba. En eso estaban cuando se les ocurrió cumplir con el trámite del bachillerato para la postulación a la educación uni- versitaria. El puntaje, sin ser brillante, les alcanzó para ingresar a la carrera de Periodismo, que entre todas las que barajaron les pare- ció la más interesante. Para Alejandro la vida no era fácil. Tampoco la había sido en su ni- ñez. Cuando niño, su padre dejó a la familia y se quedó con sumadre, a la que le brindó su apoyo y cuidado cuando la afectó un cáncer que terminó con su vida. Ahora, casado y ya con algunos hijos, ne- cesitaba recursos extras para sostenerse. Así fue como se les ocurrió con Jorge Uribe comprarse un taxi, el que les brin- dó satisfacciones y tiranteces en su amistad. Medio en broma y medio en serio, se les veía discutir por la “entrega” diaria de los dineros que recaudaban a diario conduciendo el Simca 1000. Nunca se supo, y fue materia de habladurías, qué ocurrió y quien se quedó con dinero de la venta del auto cuando decidieron dar término al negocio. La combinación de sus inquietudes y virtudes, así como el desparpajo con el que transitaban por la vida, les permitió tempranamente –incluso antes Compañeros, amigos y socios. Alejandro Villalobos y Carlos Araya.

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