Salud mental universitaria: voces, trayectorias y prácticas situadas

SALUD MENTAL UNIVERSITARIA • 227 de las Universidades en 2018, apelaban incluso a la reeducación o deconstrucción de los es- tudiantes denunciados por medio de terapias psicológicas (Liviana, 2020). Cuando escuchamos estas demandas en el dispositivo de primera acogida, estamos cons- cientes de la importancia que los tratamientos psicológicos tienen para una posible elabora- ción de experiencias muchas veces traumáti- cas en los sujetos, pero también nos parece de suma importancia acordar y plantear, como elemento base, que la violencia de género no es y no debiese ser presentada ni pensada como una patología en sí misma. La violencia de género es un problema estructural (Segato, 2010), y eso no se resolverá en un espacio en- tre dos personas. Es por esto que el derivar a terapia a un estudiante denunciado, pertene- ciente a un entramado estudiantil, no parece ser la forma más óptima o única de mejorar la situación de éste ni de la comunidad universi- taria en la cual éste se desenvuelve. Podemos pensar lomismo con las estudiantes afectadas, quienes muchas veces buscan espacios de re- paración psicológica, que si bien les permite elaborar diversas situaciones nodales para su vida, no tendrá un efecto en la comunidad de la cual ellas también forman parte y que mu- chas veces desean mejorar; de hecho, es muy usual que en la primera acogida al consultarles cuál es el sentido para ellas de realizar una denuncia, éstas respondan que lo hacen para que los estudiantes hombres se den cuenta de que lo que hacen está mal (DAE, 2020), opción que no está en el marco de posibilidades de dispositivos psi. De esta forma, la cercana relación entre gé- nero y violencia es posible observarla en la ad- ministración y arquitectura del género (Gaba, 2020) institucional, y abordar dichas situacio- nes con dispositivos psicológicos principal- mente, con una psicóloga clínica mujer para las estudiantes afectadas y un psicólogo clínico hombre para los estudiantes denunciados (Me- deiros, 2010) en el caso de la Universidad de Chile. Con esta división se instauran una serie de binarismos difíciles de desprender para la subjetividad de las y los estudiantes en cues- tión: entre el ser víctima y ser ofensor , la buena y el malo , quemás que permitir una reparación a la persona afectada (Medeiros, 2010) y permitir que el ofensor se responsabilice de sus accio- nes (Karp, 2015), terminan estos significantes enquistándose identificatoriamente en los y las implicados/as, como si fueran constitutivos de sí mismos (Albertín, 2015). Es más, estas denominaciones no sólo tienen efecto en la línea subjetiva de las y los estudiantes implicadas, sino que también en el resto de la comunidad e, incluso, la insti- tucionalidad universitaria les identificará de esta forma. Es cosa de ver las funas y/o cance- laciones y el consecuente quiebre que gene- ran en las comunidades y cómo encontramos miembros de las mismas que se alinean con la víctima y otros con el denunciado, lo que gene- ra que la convivencia sea muy displacentera, situación que afecta el bienestar subjetivo de las/os estudiantes pertenecientes a aquellas comunidades (Hurtado y Galeas, 2020). De este modo, escuchamos en estos casos un granma- lestar y vemos en nuestra práctica que no se resuelve de una forma meramente psíquica e individual, sino que requiere de otros actos y gestiones que impliquen e impacten a otros (Hurtado yWilliams, 2020). Hemos visto situa-

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