Para que nadie quede atrás [segunda edición ampliada]
Para que nadie quede atrás 89 un recorrido por todo el entorno que se quisiera cualquiera tener dia- riamente. Sus últimos días los pasó allí, y hasta ahí fuimos varios de los más allegados, luego de la misa que se realizó el día de su funeral. No me cabe la menor duda que el espíritu de José Miguel ronda por todos esos lugares que tanto amaba y defendía con pasión, porque “es un patrimonio que no podemos perder” , como decía con ahínco. También está en nuestros corazones, porque no recordamos al hombre cansado y sin fuerza que vimos en las últimas reuniones de la Generación Mario Planet, sino al de la sonrisa soñadora y pelo rizado rubio, que buscaba conquistar la capital. “Jamás olvidó mi bikini naranja” Por Oriana Zorrilla Conocí a José Miguel Zambrano y a su hermana el año en que di- mos Bachillerato en el Liceo Manuel de Salas. Yolanda era una hermosa niña de larga y gruesa trenza rubia que dio la famosa prueba para ingresar a la Universidad ese mismo año; no sé cuál de los dos estaba un poco atrasado...también cerca de nosotros se sentó Ricardo Yocelesvky, quien luego ingresó a estu- diar sociología. Él era un estupendo músico que formó parte del grupo Los Curacas con Alberto Zapicán, Carlos y Mario Necochea y Pedro Aceituno... grupo muy interesante en los años 70, que diri- gió Ángel Parra y que forma parte de otra interesante historia. José Miguel y Ricardo continuarían su amistad, más tarde en la misma trinchera política, pues ambos fueron militantes del MIR. José Miguel y yo nos hicimos amigos y durante esos días –cuatro o cinco– en los cuales debíamos dar las pruebas de comprensión y redacción, castellano, filosof ía, historia, idioma y otras que no recuerdo; compartimos felices esa etapa que concluía con nuestra adolescencia. Estábamos a un paso de la Universidad, y en marzo nos encontraríamos estudiando Periodismo. Previamente, ese verano nos volvimos a ver en Cartagena, la her- mosa y popular playa del litoral de los poetas. José Miguel era hijo de un pescador (después supimos que en realidad era funcionario municipal) y oficiaba de “salvavidas” en la Playa Chica durante el verano. Su figura bronceada, sus preciosos ojos verdes y sus ca- bellos rizos y dorados hacían suspirar a las jóvenes cartageninas y a las veraneantes. Me acuerdo que hacía unos valientes y audaces saltos desde el Atún Club hasta la orilla de la Playa para impactar más aún a sus admiradoras. En aquel tiempo me parecían saltos desde una altura increíble y los asociaba con los famosos clavadis- tas de Acapulco. Muchas veces me invitó a pasear por los roqueríos o por esas ro- mánticas escaleras de Cartagena, y siempre detrás aparecía mi padre quien confiaba poco en el pretendiente. Fue un verano es- tupendo y lleno de emociones porque José Miguel disputaba mi atención con Diego Rodríguez Dip, hijo de una diputada demó- crata cristiana y de un comerciante de la zona. La universidad, la política –mi vínculo con las Juventudes Comu- nistas– me impedían tener amores con un “ultra”, y luego el golpe de Estado nos separó por muchos años. Una vez normalizada la vida del país nos reencontramos en el Colegio de Periodistas. Me acuerdo, como si fuera ayer, cuando me dijo que jamás olvidó mi bikini naranja… 16 de abril de 2011. Caleta de Cartagena. Angélica Sáez y sus tres hijos con las cenizas de José Miguel.
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