Para que nadie quede atrás [segunda edición ampliada]
Para que nadie quede atrás 175 campus Juan Gómez Millas, Beto se levantaba contento por las ma- ñanas; estudiando lo que siempre había querido nada podía salir mal. Su cariño por la carrera y por el campus quedó retratado en uno de sus primeros trabajos para la clase de Redacción: “Las diferencias entre la Escuela de Gobierno y la de Periodismo son abismales (...) No sólo en lo que a espacios, áreas verdes, infraestructura, horarios y administración se refiere, sino que también está el factor humano. La gran mayoría de mis compañeros de generación son excelentes personas y unos compañeros muy motivados. Antes de que entrá- ramos a clases, ya muchos se conocieron desde antes vía Facebook y eso dio pie a que se asentaran todas las amistades, lo cual me pa- rece notable. Nunca se me habría ocurrido. Yo llegué el mismo día lunes 22 y me tardé dos semanas en aprenderme el nombre de casi todos, pero eso no ha evitado que me lleve bien con ellos”. Esta visión optimista duraría un semestre, o quizás menos, antes que todo comenzara a derrumbarse. “A veces es mejor no ser” El campus era una verdadera fiesta esos días. La selección chilena de fútbol ilusionaba a todo el país con su nueva participación en un mundial en la categoría adulta y en el ICEI la cosa no era me- nor. En Periodismo se formaban grupos espontáneos para obser- var la incursión mundialera, influenciados por las aspiraciones de triunfo, la buena onda y las eventuales cervezas. Chile enfrentaba a Suiza; era el segundo partido del seleccionado nacional tras vencer a Honduras en un debut que exacerbó las ilusiones de una tierra mestiza con complejo perdedor. Fue en ese ambiente carnavalesco que el Beto llegó hasta Plaza Italia con un grupo de compañeros a celebrar el segundo triunfo nacio- nal. Las calles eran una fiesta, las micros, quintas de recreo y cada esquina podía tornarse en una juerga, entre cánticos y tambores im- provisados. Tanto así, que hasta el tímido Beto se dejaba llevar por dicha efervescencia y tomaba las riendas de esos torrentes sanguí- neos disparados, haciendo de jefe de barra en los troncales camino a Baquedano, gritando los ce-hache-i y coreando el himno nacional. Los gritos del Beto cesaron en cuanto la micro se aproximó a su destino. Una de las compañeras del grupo cargaba un dolor en su tobillo, por lo que su caminar se volvía exigente. Roberto no dudó en acercarse y cruzar el brazo de su compañera por sobre su hom- bro; fue un gesto que ella nunca olvidó, y que realmente lamenta nunca haber podido agradecer. El mundial llegó a su fin rápidamente. Chile quedó fuera en octa- vos de final y el seleccionado español se consagró campeón con un vistoso juego. Este quizás es uno de los momentos más curiosos de esta historia, porque pareciera que dicha situación no puede influir en la existencia de nadie; pero al final uno nunca sabe dónde está el punto de inflexión. Es verdad que existen un montón de factores que desencadenan el amargo trago que produjo la decisión de Beto, pero según sus propias palabras el final comenzó de esta manera: “Mis desventuras comenzaron a mediados de semestre por una sim- ple estupidez. Esto hace esta historia más patética, pero amena, di- vertida y fácil de leer. Desde que España ganó el mundial de fútbol (imagínense, no puede existir un contexto más idiota), que me he distanciado de los que antes eran mis compañeros. ¿Por qué?, pues porque se me ocurrió decir públicamente que España ganó usando simplemente la suerte y la especulación, restándole méritos absolu- Roberto Casanova Valdebenito.
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