Para que nadie quede atrás [segunda edición ampliada]

168 4 A mediados de septiembre de 1994, desde Estelí, Nicaragua, recibí una carta de siete páginas manuscritas por Guillermo el 2 de ese mes, respondiendo a la que yo le había enviado. En ella empezaba con algunas observaciones, como “¡Puta que tenís fea letra!” y “Creo que es imperioso hacer una revista; a mi regreso hablaremos de esto” (fue la primera luz que llegó de The Clinic y Fibra). “¿Y cómo quiere que le diga?” Algunas líneas de esa carta que reproduzco reflejan en parte la per- sonalidad de mi amigo, su capacidad autocrítica, su enfrentamien- to con la culpa, la carga de la soledad y su sentido del humor. Lo tenía enfermo la hija de su empleada: “Pendeja hija de puta, me tiene loco. Hace unos días lloró todo el día. Le di agua con azúcar y vino… El drama, que increíblemente me afecta, es más o menos así: en mi casa, desde hace dos meses, quizás tres, trabaja una señora excelente. Su hija es vanidosa, pues es joven y bella. Son pobres, na- turalmente, pero muy dignos. Como los nicas son muy particulares, la chavala ésta trae a sus amigas a la casa. El otro día, mientras yo estaba en Managua, vino con su novio. El tipo que vive conmigo me dijo que esto ya le parecía el colmo, así que hablé con la niña, cari- ñosamente. Le expliqué. No me decía nada. Me tiene miedo. Al final casi lloro yo por la desgracia de esta gente. Le dije una cosa que ella jamás entendería, que me cuesta mucho comunicarme con su pue- blo. El caso es que al día siguiente la niña lloró todo el día. Le dijo a su mamá que ni casa tenían, que mejor se salía de la universidad para trabajar y ayudarla. Me dio una pena negra. Yo, un hijo de puta extranjero, ganando lo que no merezco, mientras esta gente su- fre de esas privaciones en su propio país. Y que además cuando tra- ta de hablar con ellos intentando explicar las cosas, dice: «Va pues, usted es el que manda». En la conversación con la niña le dije que el respeto no consistía solamente en que me dijera don Guiller, sino en que no se aprovechara de mi ausencia para hacer lo que quisiera y en que me saludara por las mañanas y en que no me considerara un estorbo. Que me podía decir también don imbécil o don hijo de puta. «¿Y cómo quiere que le diga?», me preguntó. Increíble. ¡Tenía unas ganas de empelotarla!... Necesito una historia de amor”. A fines de 2011 Catalonia y Ediciones UDP publicaron un libro con notas, entrevistas y columnas escritas por Guillermo. Fue una muy buena iniciativa, aunque me disgustó el título: Crónicas para perdedores . Estoy seguro que él hubiera preferido ¡Pico pa’l que lee! Lo sugerí, pero en vano. A veces no me parece un delirio creer que Guillermo Hidalgo vive en una ciudad isleña en Francia (en Córcega, por ejemplo, donde ya estuvo). Y que su muerte es parte de una especie de experimen- to social, quizás con qué fines. Cuando visito a su madre o me junto con algunos de sus hermanos, o su sobrino mayor, Pedro Hidalgo, busco alguna señal, un gesto involuntario que alimente esa fanta- sía, esa esperanza. Ellos deberían saber. Nunca lo he encontrado. Lo extraño. Siempre. Además, no ha cumplido con su parte: hace unos 10 años pactamos que el que moría primero se iba a comu- nicar con el que quedara, como fuera, para contarle cómo es estar muerto. Esto también me hace pensar que no lo está.

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