Para que nadie quede atrás [segunda edición ampliada]

Para que nadie quede atrás 167 jugar a él era un deleite. Tenía unos quiebres de cintura descon- certantes. Además había memorizado formaciones completas de selecciones del continente, de equipos finalistas de la Copa Amé- rica, de campeones mundiales. Coincidíamos en que cuando uno es niño, jugar bien a la pelota es sinónimo de liderazgo. Su clave, decía, eran sus pies relativamente pequeños (39 creo que calzaba, igual que Maradona). En los primeros años en la Universidad de Chile todavía era delgado y a veces hacíamos un alto en el juego de black jack en la cafetería de la señora Carmen, nuestra activi- dad los viernes, y cruzábamos a la pista de recortán de la facultad de Economía, junto a la Escuela, con otros compañeros, para una carrera. Siempre Guillermo ganaba. En su blog recordaba que “en una interescolar llegué tercero en la posta de cuatro por cien, detrás de dos monstruos del Verbo Divino, muy bien equipados con trajes especiales, mientras yo lucía calcetines con rombos. Nada mal para venir de un colegio particular de Ñuñoa y después de haber sido el quinto en recibir el testimonio en la última etapa”. 3 A diferencia de otros colegas, Guillermo nunca tenía problemas de efectivo. Su paso por el programa CIAV–OEA en Nicaragua, un plan de integración a la sociedad de los Contras –intercambia- ban armas por herramientas, alimentos y semillas– lo dejó con una base financiera sólida que le permitió vivir siempre tranquilo y viajar mucho. Le encantaba moverse. Residió largos períodos en Barcelona, Madrid y en Estados Unidos (de Aspen, Colorado, tenía grandes recuerdos). Una conquista frustrada Antes de eso, cuando aún estábamos en Periodismo, decidimos ir a Buenos Aires, vía Mendoza, en bus, para luego conocer Florianó- polis en Brasil. En el bus entre Mendoza y Buenos Aires, en medio de la noche desperté sin saber dónde estaba. Me di cuenta que mi compañero no estaba a mi lado. Lo busqué caminando por el pasillo. Y lo divisé más adelante besándose apasionadamente con una mu- chacha. Volví a mi asiento contento por el logro. Cuando amanecía regresó junto a mi asiento para decirme que la chica lo había invita- do a su casa, que almorzaría con ella y que después de una siesta nos juntáramos en la boletería del terminal de buses de Retiro. A mí me complicó porque no conocía la gran y fascinante ciudad. Pero absolutamente lo entendía. Antes de descender del bus, Gui- llermo me presentó a su conquista y luego ella bajó delante de no- sotros. Apenas puso un pie en el suelo un joven alto –un gaucho fiero y mocetón le llamamos después– abrazó y besó a su mujer. Guillermo, sin salir de su asombro, me miró y abrió en redondo los ojos. Yo apenas podía contener las carcajadas. Los cuatro nos saludamos. Ella (¿Tania? ¿Tatiana?) nos presentó como los amigos chilenos que le hicieron compañía en ese viaje tan insípido entre Mendoza y Capital Federal. Nos despedimos como hermanos en la losa de Retiro. Con Guillermo caminamos a buscar un hotel. El viaje avisaba que venía lleno de sorpresas. Un as del ping-pong. En la mesa de la Escuela. Año 1986.

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