Para que nadie quede atrás [segunda edición ampliada]

Para que nadie quede atrás 117 Ángela Suárez, también compañera de curso, retiene en su memo- ria su rostro de niño inocente: “Era sencillo, afable, silencioso, pero cuando hablaba era imposible no escuchar sus palabras, siempre juiciosas, medidas, conciliadoras, respetuosas y pronunciadas con un tono de voz que apaciguaba los ánimos e invitaba a la reflexión”. Gustavo González Rodríguez fue su profesor en la Escuela de Pe- riodismo y evoca el tiempo en que llegó a su aula: “Creo que fue en 1972 cuando tuve de alumno a Cornelio en el curso de Periodismo Interpretativo que yo impartía. Era la época en que ganaba terre- no el llamado Nuevo Periodismo y a mí me encantaba compartir en clases lecturas de revistas que estaban en ese molde. Mi favori- ta era la revista argentina Panorama, por donde pasaron grandes plumas del periodismo latinoamericano, como Tomás Eloy Mar- tínez y Juan Gelman. En sintonía con las enseñanzas del maestro Mario Planet, apostaba a tener alumnos capaces de debatir y opi- nar sobre los más diversos tópicos de la actualidad política, nacio- nal e internacional, pero que a la vez pudieran proyectar esos co- nocimientos en capacidad de análisis e interpretación y que sobre todo escribieran bien. Estábamos entonces en un terreno un tanto híbrido, como son en definitiva los territorios periodísticos, en los parámetros de la densidad y lo coloquial, del dato duro revestido del factor humano. Como docente en ciernes, en esos años en que campeaba la ideología, me gustaba teorizar sobre las estructuras de los reportajes y alguna vez le planteé a Mario Planet mi idea de sistematizar un «periodismo dialéctico». El tener alumnos como Cornelio González era un aliciente para caminar en esa dirección. Su sencillez, la introversión que lo caracterizaba, su aparente timi- dez que lo dibujaba como «un tipo quitado de bulla», desaparecían en los reportajes que escribía para el curso de Periodismo Interpre- tativo. Corregir sus textos, mecanografiados en las viejas Olympia y Remington de la sala de máquinas de la Escuela, era un placer y un aliciente para perseverar en nuestras propuestas de formar buenos periodistas en momentos en que la creciente polarización en Chile revalidaba el fácil discurso de trinchera en todo el espectro político de los medios”. Años más tarde, Gustavo González volvió a encontrarse con Cornelio, lejos de Chile, y en otras circunstancias: “Tras el des- bande del golpe de Estado, estando yo en Quito, lo vi aparecer una vez por esas tierras, acompañado de su hermano. ¿Fue en 1975, en 1976? Lo cierto es que compartimos una grata velada con amigos chilenos y ecuatorianos en mi casa de Guápulo, una suerte de lugar mágico que desde la altura andina mira hacia el oriente amazónico. Muy apesadumbrado, nos confirmó que nues- tro común amigo Luis Durán era ya un detenido-desaparecido. Compartimos rones y vinos, con unas latas de cholgas y choritos chilenos que Cornelio cargaba en su mochila. Años más tarde, hacia fines de 1985, recordamos esa velada con Cornelio y un nu- meroso grupo de compañeras y compañeros de nuestra Escuela, cuando estuve de visita en Chile, preparando mi regreso al país que se concretaría en diciembre de 1986”. Cornelio González, siempre sonriente.

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