Comunidad y América Latina: avances decolonizadores
71 arbitrariedad la que, forzándolos a traducir, los une en el esfuerzo –pero también en la comunidad de inteligencia: el hombre es un ser que sabe muy bien cuando el que habla no sabe lo que dice (Rancière, 2003, p. 35). Nuevamente, vivimos el preámbulo de lo que aspiro sea la re- articulación de una comunidad fundada en el ejercicio democrático que acuerda las maneras y las vías que nos permitan re-imaginar un estado de paz, justicia y distribución equitativa del bienestar, o a lo menos, de las condiciones que permitan alcanzarlo. Es aquí entonces, en donde nos golpeamos de frente con el muro de lo que comprendemos por comunidad. Si lo construido se fundamenta sobre la particularidad de un individuo que se siente parte de la comunidad por el solo ejercicio de pertenecer a ella, entonces nación, estado, país, siguen ahí dotando al termino comunidad de un sentido inacabado, inconcluso, pues es en la nación en donde al menos la diferencia ha sido expulsada para no ser ‘parte de’, sino, para quedar ‘fuera de’. Excluida. Así pues, lo que ha estado en juego desde siempre ha sido el poder mortífero de las imágenes, asesinas de lo real, asesinas de su propio modelo, del mismo modo que los iconos de Bizancio podían serlo de la identidad divina. A este poder exterminador se opone el de las representaciones como poder dialéctico, mediación visible e inteligible de lo Real. Toda la fe y la buena fe occidentales se han comprometido en esta apuesta de la representación: que un signo pueda remitir a la profundidad del sentido, que un signo pueda cambiarse por sentido y que cualquier cosa sirva como garantía de este cambio — Dios, claro está. Pero ¿y si Dios mismo puede ser simulado, es decir reducido a los signos que dan fe de él? Entonces, todo el sistema queda flotando convertido en un gigantesco simulacro — no en algo irreal, sino en simulacro, es decir, no pudiendo trocarse por lo real, pero dándose a cambio de sí
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