Estudios en homenaje a Alfredo Matus Olivier. Volumen I
– 94 – Estudios en homenaje a Alfredo Matus Olivier De acuerdo con Le Bigot, Köhler no explica que el fragmento –o poema en prosa– tiene de por sí una tradición literaria, a la cual Darío se incorpora en sus dos álbumes: el porteño y el santiagués (denominado santiaguino en su primera publicación de la Revista de Artes y Letras , Santiago, tomo X, 15 de octubre, 1887, pp. 444-451). Coexistentes, el primero corre a cargo de un narrador omnisciente que revela los hallazgos de Ricardo ( poeta lírico incorregible ) que da motivo a primorosas descripciones. Mientras en el segundo –el de la capital chilena– un narrador-testigo comunica sus impresiones ante las escenas contempladas y su metamorfosis mediante el dominio del lenguaje, de los sonidos o de los colores, según las artes. El fragmento manifiesta la intención de llegar a la síntesis de una realidad compleja y multiforme, captada a partir de todas las facultades sensoriales. Se observará en la casi totalidad de los cuadros la presencia del retrato: una vieja inglesa como extraída de una novela de Dickens ; o Mary: una virginidad en flor ; un huaso (campesino en Chile) de cabellos enmarañados, tupido, salvajes ; varios obreros forjadores del hierro que vestían camisas de lanas de cuellos abiertos y largos delantales de cueros ; una pálida, augusta, madre, con un niño tierno y risueño a quien mostraba una paloma blanca ; una dama en su tocador, entre dos grandes espejos […], vanidosa y gentil […], aristócrata santiaguesa que se dirige a un baile de fantasía, de manera que el gran [Jean-Antoine] Watteau [1684-1721] le dedicaría sus pinceles ; y una mujer orante. Vestida de negro, envuelta en un manto, su rostro se destacaba severo, sublime, teniendo por fondo la vaga oscuridad de un confesionario . Incluso el propio autor se retrata interiormente, identificado con Ricardo, soñador empedernido , admirador de un paisaje porteño: en el fondo –dice una de sus descripciones– se divisaban altos barrancos y en ellos tierra negra, tierra roja, pedruscos brillantes como vidrios. Bajo los sauces agobiados ramoneaban sacudiendo sus testas filosóficas –¡oh gran maestro Hugo!– unos asnos; y cerca de ellos un buey gordo, con sus grandes ojos melancólicos y pensativos, donde ruedan miradas y ternuras de éxtasis supremos desconocidos, mascaba despacioso y con cierta pereza la pastura . O, enamorado de un bello y pequeño jardín con jarrones, pero sin estatuas; con una pila blanca, pero sin surtidores, cerca de una casita hecha para un cuento dulce y feliz . En la pila un cisne chapuzaba revolviendo el agua, sacudiendo las alas de un blancor de nieve, enarcando el cuello en la forma del brazo de una lira o el ansa de un ánfora y moviendo el pico húmedo con tal lustre como si fuese labrado en un ágata de color de rosa . En La Quinta [ Normal ] –extenso parque en la zona occidental de Santiago– Ricardo-Darío descubre otro paisaje, como envuelto en una polvareda de sol tamizado, y eran el alma del cuadro aquellos amantes: él moreno, gallardo, vigoroso, con una barba fina y sedosa, de esas que gustan de tocar las mujeres; ella rubia –¡un verso de Goethe!– vestida con un traje gris lustroso, y en el pecho una rosa fresca, como su boca roja que pedía el beso . Y yo, el pobre pintor de la Naturaleza y de Psiquis, hacedor de ritmos y de castillos aéreos –concluye “En Chile”:
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