Estudios en homenaje a Alfredo Matus Olivier. Volumen I
– 570 – Estudios en homenaje a Alfredo Matus Olivier Las gramáticas representan [para los hablantes] abstracciones, descripciones de sus mecanismos lingüísticos que les permiten reflexionar, a lo sumo, sobre algo que les es consabido, que casi sienten connatural. De no ser lingüista el hablante, o aficionado a la lingüística, suelen resultarle abstrusas y tiende a considerarlas ociosas. No así el diccionario. El diccionario es un libro inagotable, sorprendente, en el que siempre se puede aprender algo nuevo, que enriquece el propio acervo lingüístico, que amplía el vocabulario personal, el asentado en el cerebro, y permite así un más amplio conocimiento del mundo, una mayor nitidez en la apreciación de las cosas, un más alto nivel de entendimiento y un mayor poder de comunicación. Y más adelante: El diccionario es un libro popular y quizá convenga echar esta afirmación por delante. Esas estadísticas que circulan y que nunca sabe uno muy bien de dónde proceden ni que fiabilidad merecen, aseguran que de cada diez hogares en donde solo exista un libro, en seis de ellos ese libro es un diccionario; si existen varios libros las posibilidades de presencia del diccionario se acrecientan y con una docena ya son del 90%; y en una casa donde de verdad haya libros, fácilmente se encuentran diccionarios. El hecho comprobable es que, aparte aproximaciones estadísticas, las ediciones del diccionario proliferan y casi no existe empresa editorial que no haya lanzado uno al mercado, o más de uno, en distintos formatos y tamaños. Quiere esto decir que su publicación es un negocio, no una mera aventura cultural, y si es negocio es porque la gente lo compra masivamente, y lo compra –esto ya lo digo yo y quisiera demostrarlo—porque le interesa y lo utiliza. […]. De ahí que el diccionario suscite un cierto sentimiento reverencial y adquiera una cierta aureola de libro sagrado, de intocable acervo comunitario, sentimiento que, en lo que concierne al español, se concreta en el DRAE [...] Cuenta Gregorio Salvador varias anécdotas para ilustrar la fidelidad que se le tiene al diccionario, en este caso al académico concretamente. Una, la del taxista colombiano que discute con su cliente el significado de una palabra y decide parar el coche para consultar el diccionario en un bar de carretera (en Colombia –nos recuerda el autor–, las controversias lingüísticas que se producen en bares y restaurantes se dirimen con un diccionario, y, por eso, en estos locales siempre hay a mano un diccionario académico). La mala suerte quiso que en el establecimiento en que se habían detenido, inaugurado hacía poco tiempo por un español, no hubiera ninguno; el taxista, entonces, se enfadó, sacó la pistola y lo hirió en un hombro. La otra anécdota es la del ejecutivo madrileño que entra en la Real Academia Española a consultar el diccionario para resolver alguna duda lingüística que se habría suscitado, probablemente en una importante reunión de negocios; pero se queda estupefacto cuando le presentan la edición en dos volúmenes que había en aquel momento, porque posiblemente pensaría que la obra en cuestión debería estar compuesta de muchos volúmenes, tal vez de centenares. “Yo digo que sin llegar a estos extremos, contrapuestos, del taxista bogotano y el ejecutivo madrileño –dice Gregorio Salvador–, lo cierto es que
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