Estudios en homenaje a Alfredo Matus Olivier. Volumen I
– 35 – Cadencias conclusivas en la música de la prosa • Eliana Albala ser más exactos, me sorprendo con la presencia en vivo de Colm Tóibín (2020), famoso e importante escritor irlandés, uno de los narradores en lengua inglesa más importantes del mundo, nacido en 1955 en el Sureste de Irlanda, maestro emérito de la U. de Columbia en Nueva York. Y lo primero que dice, antes de responder a las preguntas del traductor, y hablando de la creación literaria como acto de libertad, “la escritura, igual que la música, se basa en el ritmo. No es el intelecto lo que te hace seguir leyendo, es el ritmo el que te obliga a continuar”. Julio Cortázar, el maravilloso cuentista argentino (2013: 149-156) dice que no se advierte muchas veces a primera vista, pero esta prosa rítmica y musical de los escritores junto con relatar una historia cumple una doble función: primeramente la función específica del contenido, pero junto con eso, “está creando un contacto especial que el lector puede no sospechar pero que está despertando en él esa misma cosa ancestral, ese mismo sentido del ritmo que tenemos todos” (2013: 153). Una prosa musical, para él, es una prosa que transmite perfectamente bien lo que quiere decir y comunicar pero que también consigue un nuevo modo de relación con el lector. Se le entrega un mensaje, una novedad expresiva claramente expuesta e inconfundible pero –por otra parte– un efluvio que no tiene nada que ver con el contenido y que proviene sin duda de latencias profundas. Entre otros comentarios, Cortázar recuerda las veces que los correctores de estilo de las editoriales le han cambiado su puntuación –tal vez de manera correcta gramaticalmente hablando– pero, con eso, rompiendo su ritmo primigenio. También dice que sería igualmente grave si también le sustituyeran palabras por sinónimos: el nuevo vocablo tendría una extensión diferente y de ese modo se perdería el ritmo original. Lo mismo pasaría si le colocaran una coma donde no la había puesto, porque –según él– un descanso también es música, como son en la música los silencios. En sus lecturas ha observado que ese respeto, esa obediencia a un determinado ritmo –que nada tiene que ver con la sintaxis– es la prosa de muchos escritores que admira. Si observamos bien lo que dicen estos escritores, y también muchos otros que no lo dicen, vemos que ese cuidado, esa alabanza de su propia sonoridad concede al ritmo un valor insustituible. Por esto me llama la atención el hecho de que –entre muchos otros– solo dos libros de fonología (RAE 2011: 513- 518 y Halvor y Fails 2018: 864-868) concedan una pocas páginas, sin mayor dedicación ni mucho desarrollo, a esta noción fundamental. Aunque –desde el punto de vista gramatical– ha sido tratada con mayor interés por Gili Gaya (1983: 328-331); y, desarrollada extensamente –desde el punto de vista literario– por Amado Alonso (1977: 258-267; pero además exhaustivamente aplicada por él a la prosa de Valle-Inclán (1977: 268-314). El brillante y prolífico narrador mexicano Carlos Fuentes acostumbra experimentar diferentes modalidades lingüísticas y estructurales en cada una de sus obras. Conozco toda su producción y solamente en Gringo viejo (2002),
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