Depósito de materiales: (LapSoS 2012-2016)
40 / LAPSOS _ depósito de materiales 2012–2016 Sin duda, el don implica la circulación de una falta al punto que, frecuentemente, damos nada: palabras, si- lencios, tiempo, ganas, gestos. En ocasiones, el objeto ofrecido no es más que una excusa, tan sólo un resto, un excedente que, muchas veces, circula sin llegar a ser reintegrado. De hecho, Maurice Godelier subraya que, en numerosos circuitos de don, hay dos tipos de objeto: aquellos que circulan y aquellos que no circulan. Estos últimos son guardados, atesorados como reliquias, ro- deados de un halo sagrado, estéticamente contemplados pese a estar, a veces, fabricados con desechos o, incluso, con restos humanos (saliva, pelo, uñas). Pero más allá de su significación imaginaria, sobreestimada en mi opinión por Godelier, son objetos más objetuales que aquellos implicados en la circulación del don. Su valor no emana del intercambio, menos aún del uso; mientras que de ellos emana la buena o mala fortuna, la eutychia y la dystichia, que bien puede afectar la automática cir- culación del don entre los hombres o entre ellos y los dioses. Se podría decir que se trata de objetos reales, objetos ex- traídos del automaton del don, objetos marcados por la tyché. Dicho de otro modo, parecieran tratarse de algo así como unas reificaciones del objeto a y, si así fuera, se podría eventualmente pensar que no se tratarían de objetos por entero independientes del don, pues su ex- tracción sería aquello que precisamente daría lugar a la circulación. En efecto, sería aquí, en el nivel de este ob- jeto, que se debría situar, a mi parecer, aquel imposible a dar que Jacques Derrida pudo discernir en el corazón mismo del don. Consecuentemente, la obligación del don emanaría justamente de lo imposible, del objeto a en tanto real sustraído, de la imposibilidad de reintro- ducir este fragmento de lo real en el plano del don. En el fondo, la insistencia del don, su circulación incansable, no sería otra cosa que la imposibilidad de atrapar aquel objeto. Dicho de otromodo, se trata de la incidencia del límite mismo de lo simbólico, de su imposibilidad de recubrir enteramente el conjunto de lo real. Sobre el don y el superyó o de la trasposición de la deuda en deber Esteban Radiszcz El objeto a es, por cierto, lo que no se da, lo excluido del don. De este modo, la falta que circula en el don sería la marca de su sustracción y, por ello, constituiría aquello que obliga a devolver el don entregado. Pues si el don no circula, si lo entregado no es devuelto, aquella falta se clausura y el objeto que debería ser dado se inmovili- za, pierde aquello que lo hace un don, es sustraído de la circulación como pura cosa, en tanto objeto real. Pero, precisamente, esto es lo que parece ocurrir en aquella llamativa transposición referida al comienzo: frente a la omisión de un don lo que aparece es un fragmento de real, un objeto a, a saber, la voz comandada desde el superyó. Una voz por la cual se expresa la deuda inmovi- lizada y, por ello mismo, reclamada como deber. Se podría decir entonces que, en cierto modo, el su- peryó sería el negativo del don, sin por ello sugerir ningún disfuncionamiento, ningún fracaso, ningún declive, ningún déficit del don en cuanto tal. Aún bajo el pleno imperio del superyó ni el don ni menos aún su exigencia dejan de estar plenamente presentes. Pues si el don concede obligados saludos, cumplidos y buena- venturas, el superyó fuerza a entregar burlas, injurias y desprecios. De hecho, el superyó no sólo representa la cara opuesta del don, sino que además lo hace sobre un doble plano. Por una parte, a nivel del superyó, la dádi- va no recubre, como si lo hace en el don, la obligación y, a la inversa, se encuentra indefectiblemente velada por aquella. Por otra parte, mientras lo sacrificado por el don es característicamente un objeto (en nombre de un sujeto), el superyó exige el sacrificio del sujeto (en nombre de un oscuro objeto). Si, en el fondo, el don constituye – como lo sugiere Sahlins – la conjuración de la guerra mediante la reciprocidad reclamada, enton- ces el superyó restablece precisamente el horizonte de la guerra a través del don – igualmente demandado – de la muerte (propia o, como en la vendetta, ajena).
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