De cobre, microbios y arte
De cobre, microbios y arte 78 laborales que obligaron al Estado a negociar con la Confederación de Trabajadores del Cobre. Efectivamente, en 1956 se promulga el Estatuto de los Trabajadores del Cobre, que los dotó de una legislación laboral que aseguraba salarios por sobre la inflación, condiciones de trabajo y acceso a un bienestar que estaban vedados para el resto de la fuerza de trabajo (Barrera, 1978). De todas formas, los paros y huelgas no se detuvieron, ya fuera por el incumplimiento de los acuerdos o porque la mecanización amenazaba con debilitar la autonomía que tenían los mineros para ejercer su oficio. Durante el gobierno de Frei Montalva (1964-1970), las mejoras en productividad resultaron insuficientes para profundizar la industrialización sustitutiva y responder a las nuevas demandas sociales de campesinos y pobladores, al tiempo que los campamentos mineros y la industria sustitutiva se habían tornado en un verdadero polvorín social. Por estas razones, va tomando fuerza la necesidad de “chilenizar” la producción cuprífera. Varios son los factores que influyen en esta determinación: por un lado, la resistencia a la mecanización en las faenas mineras, el despido y la mayor incertidumbre laboral, y el aumento de contratistas que prestaban servicios en tareas de construcción y mantenimiento con peores condiciones de trabajo (Zapata, 1986); por otro, el deterioro de las relaciones entre las empresas estadounidenses y el Estado, así como la negativa imagen pública de éstas en una época de creciente nacionalismo (Vergara, 2004). Se trató de una política que intentó retomar control sobre la fuerza de trabajo minera y elevar la productividad, pero este acuerdo no satisfizo ni a trabajadores ni a empresarios chilenos, al punto que el rechazo a las “modernizaciones” desató huelgas en las minas de El Teniente y El Salvador en 1966. De todas maneras, “la chilenización del cobre” en 1966 implicó el control del 51% de las acciones de la mina de El Salvador y El Teniente a manos del Estado y un 49% a manos de las compañías estadounidenses (Barrera, 1978).
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