Andrés Bello: libertad, imperio, estilo

558 celeste, un monstruo clásico de Tiepolo: es un monstruo, por el con- trario, aéreo, que es el aire mismo, un monstruo de Goya. La defini- ción, la delimitación típica del clasicismo —esa que permitía hablar al arcángel y, por lo mismo, precisar el volumen del monstruo—, aquella en la que insiste el neoclasicismo, y que es el canon con que cuenta Andrés Bello, se muestra un método inconducente y una epistemología añeja. Quizá al venir a Chile, Bello intenta regresar a un microclima, uno en que aquellas delimitaciones tienen aún utilidad, son todavía rea- les. Donde naturaleza e historia se mantienen a mutua distancia, y, por cierto, donde a la historia podría dársele un rumbo no europeo. Mantener al monstruo en sus contornos clásicos, a la Tiepolo. ¿Habrá huido Bello de esos ambientes londinenses pauperizados por la fábri- ca, por la máquina contaminante? 322 Las dicotomías casi escolásticas todavía vigentes hacia finales del siglo XVIII colapsan, la poesía neoclásica ya no dice nada ineludible; ya no hay coro que la acompañe, por parafrasear a Bajtín. En defi- nitiva, la musa de Bello, compartida con Virgilio, es desde ahora en adelante figura de una heráldica deslavada. Las alusiones a las figuras alegóricas de la cultura grecolatina llegan a volverse ripio a la luz de las valoraciones posteriores; el sentimiento y el ingenio parecen las únicas huellas de la poesía coladas en las composiciones neoclásicas. Bello se va a Europa como Goethe se había marchado a Italia. Res- pectivamente, esos lugares se habían apoderado de la imaginación de esos genios todavía niños. Pero si Goethe se acercó a un Mediterráneo que era la cuna de la civilización, creyendo que al llegar a Italia se 322 Los recuerdos de un inmigrante posterior, Ignacio Domeyko —también rector de la Universidad de Chile—, son esclarecedores. Domeyko se retira de una época molesta, de revoluciones y restauraciones, de ausencia de claridad. Esa claridad que él como mineralúrgico buscaba desentrañar en las mismas oscuridades, las entrañas de la tierra. Contemplar lo que los geólogos llaman la “cara limpia” de la piedra, aquella en que la piedra deja ver sus eras, aquella en que la naturaleza deja ver su historia propia —la “historia natural”—, a la manera de una pintura de trazos y colores definidos, “claros y distintos” (que son los adjetivos preferidos de la filosofía racionalista). Domeyko llega a Chile desde Buenos Aires, atraviesa pampas inmensas y luminosas, prados infinitos de la luz y la abundancia; llega a un Chile en que el mineral inmenso de Los Andes está visible a ojo humano, contrasta claramente contra un homogéneo celeste del cielo, un país, dice él, don- de la gente es pobre, pero canta y baila en las calles, un país todavía agrícola: la industria está por hacer aparición.

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