Andrés Bello: libertad, imperio, estilo
549 La mismísima distinción entre clásicos y románticos fue una tesis romántica; el romanticismo fue el “el último movimiento de relieve amplísimo en la historia de la cultura”, 293 y es que fue de dimensio- nes tan grandes que es difícil hallar a los no-románticos en la época romántica. 294 “Victor Hugo y Alejandro Dumas fueron reverenciados como dioses”, 295 escribe Miguel Luis Amunátegui, joven testigo de este movimiento en Chile, y no exagera tanto. Si bien esta polémica europea se replicó en Hispanoamérica de manera muy frívola, no es este el lugar para efectuar ninguna aclaración concluyente respecto del asunto global llamado “clasicismo versus romanticismo”, pero sí para revisar qué fue para Bello y qué hizo con él. (como es necesario hacerlo, cuando leemos las obras de la antigüedad pagana), sino a que trasladen el paganismo a la suya. ¡Pastores de nuestros días hablando de las Hamadríades y de la alma Citeres! ”. “ Juicio crítico, de don José Gómez de Hermosilla. ‘Traducciones, cuentos, silvas, y otras poesías de Moratín’”, en Bello (Vol. IX, p. 396 ). 293 Carilla ( 1967 , p. 13 ). 294 El concepto de “romanticismo”, por otra parte, es difícil de definir. Piénsese, por ejemplo, en las distintas atribuciones a Rousseau y Herder. La equivocidad del tér- mino, los distintos romanticismos nacionales (europeos y americanos), la longitud temporal (en Alemania se habló hasta de un quinto romanticismo en el siglo XX), el carácter pre, post, o romántico a medias de ciertos autores, admirados, desdeñados, del entorno o simplemente desconocidos para Bello, son variables significativas. Hubo un momento en que las ciencias sociales y las humanidades tras ellas comenzaron a referirse con conceptos pequeños a asuntos inmensos. Estos con- ceptos no han sido pequeños en tanto tales, sino que, más bien, lo son frente a aquello que pretenden describir, casi siempre con una prosa cuya última sín- tesis es una palabra: capitalismo, socialismo, fascismo, burguesía, modernismo, romanticismo, clasicismo. El trato frecuente con estas palabras, con estos conceptos que refieren a tramas inmensas, nos ha dado un —digamos— sobredimensionado sentido de abarcabi- lidad, o para expresarlo de otra manera, nos ha hecho parecer que nuestra mente es capaz de aprehender por completo aquello que la palabra designa. Y, es más, la disponibilidad cotidiana de esas palabras —especialmente en las universidades— nos ha predispuesto a la idea según la cual el hecho que la palabra exista hace a lo designado objeto disponible, cosa inanimada factible de ser dimensionada, enlazada, fustigada, desplazada, aniquilada. Cuando, por ejemplo, hablamos de romanticismo y neoclasicismo, inmediatamente pensamos en periodificaciones de la historia del arte. En tanto periodificaciones, el neoclasicismo y el romanti- cismo son cosas del pasado, no explican ninguna actualidad, responden a concep- tualizaciones pretéritas, agotadas para efectos nuestros. Si queremos entender la realidad de las fuerzas epocales en las cuales vivió Be- llo y que, además, lo articularon, entonces la invitación es a pensar como si estos conceptos entonces vigentes fuesen los únicos disponibles. Esta es la clave para entender el estilo; los criterios por entonces disponibles. A su vez, es necesario hacer cuenta que esos conceptos de neoclasicismo y romanticismo entonces no saltaban a la vista con tanta felicidad. 295 Miguel Luis Amunátegui ( 1888 , p. 292 ).
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