Andrés Bello: libertad, imperio, estilo

417 Mientras no se conocieron las letras, o no era de uso general la escritura, el depósito de todos los conocimientos estaba confiado a la poesía. Historia, genealogías, leyes, tradiciones religiosas, avi- sos morales, todo se consignaba en cláusulas métricas, que, enca- denando las palabras, fijaban las ideas, y las hacían más fáciles de retener y comunicar. La primera historia fue en verso. Se canta- ron las hazañas heroicas, las expediciones de guerras, y todos los grandes acontecimientos, no para entretener la imaginación de los oyentes, desfigurando la verdad de los hechos con ingeniosas fic- ciones, como más adelante se hizo, sino con el mismo objeto que se propusieron después los historiadores y cronistas que escribieron en prosa. Tal fue la primera epopeya o poesía narrativa: una his- toria en verso, destinada a trasmitir de una en otra generación los sucesos importantes para perpetuar su memoria. Mas, en aquella primera edad de las sociedades, la ignorancia, la credulidad y el amor a lo maravilloso, debieron por precisión adul- terar la verdad histórica y plagarla de patrañas, que, sobreponién- dose sucesivamente unas tras otras, formaron aquel cúmulo de fá- bulas cosmogónicas, mitológicas y heroicas en que vemos hundirse la historia de los pueblos cuando nos remontamos a sus fuentes. Los rapsodos griegos, los escaldos germánicos, los bardos breto- nes, los troveres franceses, y los antiguos romanceros castellanos, pertenecieron desde luego a la clase de poetas historiadores, que al principio se propusieron simplemente versificar la historia; que la llenaron de cuentos maravillosos y de tradiciones populares, adoptados sin examen, y generalmente creídos; y que después, en- galanándola con sus propias invenciones, crearon poco a poco y sin designio un nuevo género, el de la historia ficticia. A la epope- ya-historia, sucedió entonces la epopeya histórica, que toma pres- tados sus materiales a los sucesos verdaderos y celebra personajes conocidos, pero entreteje con lo real lo ficticio, y no aspira ya a cautivar la fe de los hombres, sino a embelesar su imaginación. 27 27 “La Araucana por don Alonso de Ercilla y Zúñiga”, en Bello (Vol. IX, pp. 351 - 2 ).

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