Andrés Bello: libertad, imperio, estilo
353 Eso, hasta que en un momento la civilización comenzó a cultivarse en otros territorios no vinculados a los centros históricos imperiales. Volviendo más atrás, con Carlos III, durante los años de su despotis- mo ilustrado en la segunda mitad del XVIII, 324 la civilización pareció reposeer el cuerpo del Imperio Español, 325 pero esta aplaudida com- patibilidad duró poco. Ya con Carlos IV se observan incongruencias entre el Imperio Español y la civilización, asunto que el joven Bello se niega a aceptar al proclamar los beneficios de ciertos avances de la política imperial; asunto cuya verdad reconoce estando en Inglaterra, gracias a la perspectiva que este palco le brinda sobre los aconteci- mientos europeos y americanos. 326 324 Antonio Domínguez Ortiz publicó en 1988 Carlos III y la España de la Ilustración , que puede consultarse para mayor información. 325 Considérese que Bello incluso admiró a Carlos III en el debatido asunto de la expulsión de los jesuitas; también en la prohibición de la Compañía de Jesús por parte del papa Clemente XIV, a instancias de las presiones del mismo Carlos III. A Clemente lo llamó: “el sabio y virtuoso pontificie que la extinguió [a la Compañía de Jesús]”. “Resume de l’Histoire des Jésuites”, por C. Laumier, en Bello (Vol. XXIII, p. 499 ). Este artículo fue publicado en el número tres de El Repertorio Americano , de abril de 1827 . 326 Por ejemplo, en su comentario a “Colección de los viajes y descubrimientos que hicieron por mar los españoles desde fines del siglo XV”, un libro pro Imperio Español, Bello saca a relucir sus simpatías con la Revolución francesa y la eman- cipación de las colonias americanas, pese a que en otros momentos ha sido me- nos partidario. Escribe en el tercer número del Repertorio Americano : “Concluye el señor Navarrete amonestándonos a cerrar los oídos a las declamaciones de los extranjeros, y los ojos a sus ingeniosas invenciones, volviéndolos al volcán desolador de la Revolución Francesa, y a sus pasajeros destellos en España, Ná- poles, el Piamonte y Portugal, para que no nos alucinen fantasmas e ilusiones ya desacreditadas y aborrecidas en Europa. El señor Navarrete dicen bien que la experiencia es gran maestra de desengaños; pero sus lecciones son perdidas para la España. ¿Sería creíble, si no tuviésemos tantas pruebas de ello, que hombres de buen juicio esperasen todavía la restauración del dominio español en América, desentendiéndose de cuanto se ha visto hasta ahora en la historia de los pueblos, y suponiéndonos tan imbéciles, que, desalentados por dificultades pasajeras, ha- bíamos de confiar nuestros destinos a un gobierno que las sufre infinitamente mayores, y que, para conservar alrededor de sí una apariencia de orden, se halla en la necesidad de mantener una guarnición extranjera? No, no es, como algunos piensan, el entusiasmo de teorías exageradas o mal entendidas lo que ha produci- do y sostenido nuestra revolución. Una llama de esta especie no hubiera podido prender en toda la masa de un gran pueblo, ni durar largo tiempo en medio de privaciones, horrores y miserias, cuales no se han visto en ninguna otra guerra de independencia. Lo que la produjo y sostuvo fue el deseo inherente a toda gran sociedad de administrar sus propios intereses y de no recibir leyes de otra: de- seo que, en las circunstancias de la América, había llegado a ser una necesidad imperiosa. Siguiendo el impulso de este legítimo y honroso sentimiento, lejos de degenerar de nuestros mayores cuyas virtudes nos recuerda el señor Navarre- te, creemos obrar en el espíritu de sus antiguas instituciones, e imitarlos mejor que los que, desconociéndolas, las tienen por invenciones de extranjeros, y las
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