Andrés Bello: libertad, imperio, estilo

30 con esa justicia grupal, de tribus, clanes, clases sociales, ese derecho germánico de la Sippe , esto es, con los enjuiciamientos al montón. Cuenta la leyenda ampliamente difundida que la Inquisición —un tribunal más próximo a ese uno por uno— surgió con un escándalo: aquel desatado por quien dijo a las puertas de Beziers (la ciudad de los herejes albigenses): “Matadlos a todos que luego Dios los reco- nocerá en el cielo”, pasando a cuchillo a católicos devotos y a here- jes por igual. Por eso, la siniestra Inquisición, en sus momentos de mayor celo, prefería interrogar a los sospechosos uno por uno o de a grupos no muy numerosos. El Derecho moderno no se ha aparta- do de este logro del oscuro medioevo, pero progresivamente ha ido evitando la crueldad de las sanciones, y ha dejado en la mayoría de los casos atrás la tortura con la que la Inquisición arrancaba “confe- siones” a sus inquiridos. Por otra parte, la distinción entre buenos y malos, civilizados y bár- baros, o entre fieles e infieles, ortodoxos y heterodoxos, creyentes y ateos, progresistas y conservadores, parciales y totalitarios, hombres y mujeres, no hace sino confundir las lecturas de la realidad. Porque, sin apartarnos de esa supuesta realidad última, esta distinción tan común es casi siempre incapaz de identificar, en principio, al malo camuflado entre los buenos y al bueno cautivo entre los malos. Ir de persona en persona, y todavía más, en cada persona ir de tiempo en tiempo, de día en día, se parece más a la justicia, que acaso sea inelu- dible para la historia que aspira a ser leída. A la hora no de los hechos tipificados, sino del resumen de una vida humana, no son suficientes los meros hechos puntuales como tampoco los hechos colectivos en que aquellos se enmarcan. En posiciones subalternas, Andrés Bello perteneció al grupo de los poderosos, de los dominadores y, como tantos de ellos, participó de este grupo con distancia, a veces con una mueca de protesta. Él mis- mo sufrió su prepotencia episódica. Bello, hay que decirlo, no fue un verdugo. En principio, la mejor muestra de que no lo fue es toda su escritura. El verdugo, dice Svetlana Aleksiévich, no deja este tipo de huella, pues el verdugo no habla. 29 29 Aleksiévich ( 2015 , p. 375 ).

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