Andrés Bello: libertad, imperio, estilo
21 fueron desdeñados, insultados, menoscabados, escupidos, pero por su estilo universal, su desplante moderado, su modo ante todo plu- ral, inclusivo, adverso a lo unilateral, acabaron, a la larga, resumiendo mejor las afinidades de la gente común de sus respectivos siglos. Son monarcas porque responden a esa antiquísima concepción ecuménica del mundo. Uno fue Andrés Bello; la otra, Gabriela Mistral. Ambos funcionarios del Estado de Chile, y particularmente de su cancillería. Ambos, formadores de la juventud, aduanas espirituales, en una pala- bra, pedagogos, o para decirlo mejor, poetas de la amplitud emotiva, como dirá T. S. Eliot acerca de Dante. Ni de José Joaquín de Mora, ni Domingo Faustino Sarmiento, ni José Victorino Lastarria, en el siglo XIX; ni de Vicente Huidobro, ni Pablo Neruda, ni Nicanor Parra, en el XX, puede decirse lo mismo. Es- tos fueron grandes barones, jefes partisanos. Presidente (Sarmiento), parlamentarios (Lastarria, Neruda), rey-mendigo (Nicanor Parra), candidatos presidenciales (Neruda, Huidobro). Todos nobleza ene- miga del triste y cotidiano asunto común. “Pero ninguna ha sido reina”, escribió Mistral y agregó que había conseguido un reino “en las lunas de la locura”. 2 Lo cierto es que ella fue toda cordura. En su poesía se ha revelado, contra muchas corrientes contrarias, que la poesía es a veces más que el delirio, y que puede ser el retorno a la cordura. En Bello el caso es todavía más evidente. Su poesía es el triunfo de lo comedido, su estilo es el de la república de actos regulares y constantes, el Estado adquiere sus modos, sus sentimientos son los de un soberano en que concurrían la calidad de rey y sabio. Se dice, no obstante, que esa identidad dejó 2 “Todas íbamos a ser reinas”, v. 59 , en Mistral ( 1985 , p. 89 ). Anotó Gabriela Mistral en este poema: “Esta imaginería tropical vivida en un valle caliente, aunque sea cordillerano, tenía su razón de ser. El hacendado don Adolfo Iribarren —Dios le dé bellas visiones en el cielo—, por una fantasía rara de hallar en hombre de san- gre vasca, se había creado, en su casa de Montegrande, casi un parque medio bo- tánico y zoológico. Allí me había yo de conocer el ciervo y la gacela, el pavo real, el faisán y muchos árboles exóticos, entre ellos el flamboyán de Puerto Rico, que él llamaba por su nombre verdadero de "árbol del fuego" y que de veras ardía en el florecer, no menos que la hoguera. No bautizan con Ifigenia sino con Efigenia, en mis cerros de Elqui. A esto lo llaman disimilación los filólogos, y es operación que hace el pueblo, la mejor criatura verbal que Dios crió, quien avienta el vo- cablo de pronunciación forzada y pedante, por holgura de la lengua y agrado del oído”. En Oroz ( 2000 , p. 137 ).
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