Andrés Bello: libertad, imperio, estilo
105 de la independencia i las disensiones civiles. No habia materialmente tiempo para que antes de esa época hubiera alcanzado a formarse un coro de poetas”. 93 Pero la conciencia americana debió haber estado, con todo, harto bien desarrollada para que un “literato” —como se anunció a Bello a su llegada— fuese paulatinamente encomendado a tantas tareas im- portantes, máxime si se compara con España en tiempos inmedia- tamente anteriores. A tal punto, Mariano Egaña —recordaban los Amunátegui a mediados del siglo XIX— pidió al gobierno de Chile un empleo para Bello, aduciendo: “la educación escojida i clásica, los profundos conocimientos en literatura, i la posesión completa de las lenguas principales antiguas i modernas”. 94 El asunto es complejo, y dice relación con cómo ha de entenderse a sí mismo y ha de ser entendido el poeta ilustrado y funcionario, emi- nentemente libre, frente a la autoridad bajo la cual quiere ser activo partícipe de la cuestión pública, cuyo diseño en aquel momento es un tema que está en discusión pues no está todavía suficientemente institucionalizado. 95 Para esto he dado un rodeo por Goethe. 93 Gregorio Víctor y Miguel Luis Amunátegui ( 1861 , p. 205 ). 94 Ibid ., p. 199 . 95 Y como veremos, al momento de referirme al Cid, Bello, aunque no imita, sí admi- ra a figuras adheridas al poder que se rebelan contra aquel. Por ejemplo, se refiere en muy buenos términos al trabajo de Mignet sobre Antonio Pérez, secretario de Felipe II. En un artículo publicado en El Araucano, número 936 , el 14 de julio de 1848 , escribirá: “Las aventuras de Antonio Pérez”, dice el historiador francés [Mignet], “presentan un cuadro de vicisitudes tan interesante como instructivo. Sus primeros años vieron el reinado y la corte de Carlos V, a quien Gonzalo Pérez, su padre, había servido en el destino de secretario de estado. Era todavía bastante joven cuando llegó a ser ministro de Felipe II, que le concedió por algún tiempo todo su favor y privanza, hasta el punto de emplearle como instrumento para quitar del medio, por un asesinato, al secretario y agente confidencial de don Juan de Austria, su hermano. Concitóse el odio de su terrible amo, atreviéndose a rivalizar con él en sus amores. Arrojado a una fortaleza, encausado ante la justicia secreta de Castilla, puesto a tormento después de una larga prisión, pasó por una serie de accidentes diversos; se escapó de la muerte por la fuga; buscó refugio en Aragón; el famoso tribunal del Justicia Mayor le amparó; el santo oficio se apode- ró de su persona; salvóse de las hogueras de la inquisición por el levantamiento del pueblo de Zaragoza, que perdió por ello sus fueros; acogido en Inglaterra y Francia, obtuvo de Enrique IV una pensión; fue amigo del conde de Essex; tomó parte en todas las negociaciones contra Felipe II hasta la paz de Vervins; y murió al fin en París, desterrado y abandonado de todos, cuando ya habían desaparecido de la escena los grandes personajes a cuyo lado había hecho tan diversos papeles por más de cuarenta años”. “Antonio Pérez, secretario de Estado de Felipe II”, en Bello (Vol. XXIII, pp. 294 - 5 ).
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