Esos grandes detalles: 92 relatos escritos durante la pandemia
88 de Salerno en un códice del siglo XI; un dibujo del médico napoleónico Dominique Larrey amputando un brazo al capitán Robsonen en la Batalla de Hanau; una foto de Pasteur quien mira ansiosamente como un niño, mordido por un perro, recibe el primer tratamiento antirrábico; el doctor William Morton le da la primera anestesia a un paciente del cirujano John Warren; la primera ilustración de la acromegaglia ; una ilustración árabe de 1560 de las partes del ojo; una serie de grabados sobre el cerebro por Charles Bell. Están ahí también las fotografías de Charcot y sus hipnosis, el registro de ataques histéricos y unas ilustraciones de sus sistemas de suspensión para la ataxia; fotografías de un hombre con parálisis facial periférica y de una mujer con bocio “la enfermedad de Graves”, y otros asuntos dispersos como el primer gráfico existente de la curva de la fiebre, la cabeza del Hombre de Tollund y una serie de fotografías de la tumba de San Félix en 1755, restos de un cadáver con las joyas puestas. Los muros de Denise Estoy en el jardín al atardecer, es otoño. Entro a la casa por la puerta de la cocina hasta ingresar al estar. No están los muebles, ni el sofá, ni las dos butacas, ni la mesa de centro, ni la mesa esquinera con el florero amarillo que ella disponía con ramas verdes que sacaba del jardín. No están las ventanas, todo se transformó en pared. Las paredes laterales representan la casa. Los objetos que eran cuerpo se someten al espacio de representación. El espacio simulado se apodera del espacio real. Ahí está el sofá, las butacas, las acuarelas verticales de Assler, una pintura de marina pequeña colgada al lado del berger y del equipo de música, las lámparas de cerámica encendidas, el zorro de porcelana rojo, también está el plato de cerámica con las ocho piedras negras y el pesado pocillo gris lleno de pimientas rosadas, los bronces pulidos y solitarios reposan quietos. Todas cosas que los dos recogían y disponían como altares encubiertos por toda la casa. Entro al escritorio donde por un tragaluz cuelga un pájaro de madera blanco que aletea, si es que consigo tirar esa cuerda. En los muros de esa habitación la pintura esta a punto de desaparecer: un tierra verde casi imperceptible, celeste y ocres deslavados, unos tintes rosados que por un soplido podrían desprenderse del estuco. No logro identificar las imágenes. En la pared más lejana, reconozco un par de queltehues, pintados uno frente al otro como los leopardos de las tumbas etruscas.
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